Monday, April 25, 2005

El olor entre las piernas, Cap. 6, Elefantiasis

El olor entre las piernas
Capítulo seis
Elefantiasis o por qué los hot dogs se llaman así

Hoy, 25 de abril de 2005, me monté en la B-4 para llegar a mi trabajo. Estos escritos los he concebido casi todos en mi trayecto de una hora desde Río Piedras hasta San Patricio. Debería llamarlos, en vez de “El olor entre las piernas”, “On the B-4”, como el primer disco de Jennifer López, antes de transformarse en J-LO(w). Había un elemento sentado a mi derecha que nadie se atrevía mirar: un negro con sonrisa amplia y cara buena gente, con una barba deambulante, un pañuelo azul atado a su cabeza y unas gafas que le daban cierto aspecto de hougan vudú. La razón por la cual nadie lo miraba, y sólo los asientos a su lado estaban vacíos era obvia: el tipo estaba cubierto de lo que por ahí mal llaman “sapo”, eso que le dicen a los nenes pequeños que les van a dar si no se bañan. Eran unas verrugas lisas que se asomaban por entre cada poro, cada rendija dejada al vacío por los átomos que trataban de organizar su cuerpo. Le salían hasta por entre la barba. Muchas ideas me llegaron a la mente. Este hombre, a quien por puro capricho llamaré Sebastián Fernando Torregrosa de la Vega (nombre de novela, ¿no?) debió haber sido deambulante en algún momento de su vida. Pero es que nunca había visto a un deambulante con elefantiasis. Y el hombre, de no ser por las verrugas en la piel, tenía aspecto pulcro, dentro de la versión no-vainilla del concepto. Entonces, comencé a preguntarme cómo le haría Sebastián Fernando Torregrosa de la Vega (nombre de la aristocracia de Guaynabo, ¿no?) para afeitarse la barba cuando le diera picor. Ya me lo imaginaba, cuando me sorprendió el desgraciado diciéndome: “Con mucho cuidado, tonto.” Me imagino que se tardaría más de una hora afeitándose entre aquellas pústulas secas, lisas, que eran un canto a la belleza más amorfa, como pequeños cuerpecitos demoníacos que habitaban bajo su piel, esperando ser liberados por algún error humano, como digamos pues, el dedo señalador de un niño. Aquel hougan vudú tenía, probablemente, el demonio del Señor de las Moscas a flor de piel. Mi imaginación fue más cruel todavía, pues soy creador hasta en las actividades pasivas, y me imaginé su pene. Por alguna razón, su miembro me lo imaginaba como el único espacio sagrado de su cuerpo, no invadido por el demonio insecto. Y me lo imaginé feliz, teniendo sexo con la doña del lado mío, que tenía los dos dientes frontales salidos, y una cara quijotesca de caricatura, pero muy buena figura para sus años. Adoro la B-4, porque pasa por Centro Médico. Adoro la B-4, porque si me dieran a escoger a quiénes asesinar dentro de la guagua, hubiera matado a todos menos al freak. Porque amo a los freaks.

Una última mirada antes de bajarse, y me cuestioné si de verdad era escritor, y si lo era, si podía ser cronista. Me dije a mí mismo: “Cabrón, si no escribes de esto, no mereces llamarte escritor”. Así lo he hecho.

Tenía mucha hambre cuando me bajé de la B-4. Eran las 7:02am. Así que me fui al joint de la esquina y me compré dos hot dogs como los pido siempre: con solamente queso y ketchup. Entonces, cuando me mandé el segundo supe por qué le llaman así. Fue uno de esos momentos de profunda revelación, en los que uno hace las conexiones, y el universo se encarga de conspirar a tu favor. Como cuando uno se fuma un gallito de hierba, que el cielo mismo se abre y uno ve la luz. Le llaman hot dogs, perros calientes, porque cuando te los comes, literalmente te muerden el estómago. Ahí lo tienen. No hay nada más zen, ni más sabio para el día de hoy que eso. No hay nada qué aprender. Solo esperar a que pase la próxima B-4.

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