Tuesday, November 13, 2007

El olor entre las piernas, cap. 94 Mencion Honorifica

El olor entre las piernas Cap. 94. Mención Honorífica

Me siento sumamente orgulloso. El domingo pasado me gané una mención honorífica en el Certamen de Cuento para Jóvenes de El Nuevo Día, con mi cuento “Ébola”, el cual procederé a publicar en este medio. Felicidades a todos los que ganaron menciones honoríficas, a mi compañera de mención Melissa Figueroa y al bizcochito argentino, Enrique Medrano. A los ganadores ganadores, mis respetos.

Escribir de por sí es una tarea difícil. Aquellas personas que hayan seguido esta columna desde sus inicios sabrán lo cuesta arriba que es escribir, sobre todo, lejos de la Ciudad Letrada. No es fácil escribir desde Coamo, sobre todo cuando no tienes a nadie que te ayude a editar. Pero entonces, así se vuelve el oficio. Comienzas a editarte tú mismo, y a adquirir la disciplina de Capote, Lispector, Plath y Hemmingway. La disciplina que me impartió el Prof. de pintura Jaime Romano, de virar las pinturas al revés para ganar distancia inmediata. La disciplina de engavetar los cuentos y los poemas, pero no por más de una semana y media, como me lo enseñó mi mejor amigo Juancarlos López. La disciplina de la soledad, de hacerlo todo tú mismo.

Me han dicho que el cuento ganador fue resultado de mucho taller, que muchas personas intervinieron en su producción, pues la chica pertenece a la maestría del Sagrado Corazón. Me han dicho que hasta Luis López Nieves y Ángela López Borrero tuvieron algo que ver y le echaron un ojo. Me parece bien, el único sustituto para los compañeros editores es el mucho tiempo. Y yo no tuve ni una cosa ni la otra. Lo único que tuve fue mi disciplina propia. Y quedé con una mención honorífica. No me siento tan mal.

Que esto no se malinterprete como insubordinación. Nuevamente, mi más grande respeto y admiración hacia los ganadores de ambos premios. Espero que ganar el Certamen les traiga el sosiego de la exposición que más fácil llega, la que menos cuesta, y que por ende, todos queremos, y muchos no tendremos, quién sabe si jamás.

Por otro lado, quisiera agradecerle a las 54 personas que me llamaron durante todo el día del domingo y de ayer lunes. Algunos me felicitaron por haber ganado la mención honorífica, otros me felicitaron porque piensan que debí ser yo quien ganara el certamen (aunque yo tengo mis reservas… me pregunto cuántos cuentos mucho mejores que el mío dentro del paquete de 124-140 debieron haberse llevado una mención honorífica y no lo lograron… me pregunto si hay cosas mejores que las mías que se quedaron fuera, pero ese es el problema, en materia de certámenes uno nunca sabe). Les doy mis más profundas gracias por todo su apoyo, algunos con grandes despliegues de inteligencia emocional, otros ni tanto.

Leí “Ayin”. No me gusta ese cuento y tengo que ser honesto. Lo leí con distancia. Por ello, puedo ver por qué ganó y el mío no. Es una crítica social, y en un país que todavía no sabe cómo salir de la ínsula de Pedreira, la crítica social lo es todo. Es un buen cuento. Admito que hay una gran rigurosidad de oficio en él, y eso lo aplaudo. No me gusta el cuento, pero por lo menos puedo reconocer que en mi caso, no es nada más que una cuestión de gusto.

Quisiera culminar esta columna estableciendo que el cuento que sometí al certamen pertenece a un libro titulado Las formas del diablo, el cual continúa en producción. ¡Felices lecturas!


Ébola

Te hiciste camino entre las sábanas de la única cama que había para ustedes dos. Lo sabías, Rolf Mckenzie, que dos cuerpos juntos lo único que logran es la ausencia de todo palabra posible e imaginada. Allí, en el silencio de aquella cama queen, rodeados del mosquitero que los aldeanos les proveyeron, allí en el corazón de África, hiciste el amor con tu compañero, Charlie Goddard. Y allí, sin poder atisbar la infección que se apoderaba de su cuerpo, te hiciste camino dentro del suyo, apartándole las nalgas mientras le mordías el lóbulo derecho, sin decir palabra alguna, sin hacer gemidos ni ruido, sólo el silencio del ébola.

Tres semanas antes te habían llamado de la Corporación para que fueras a África a investigar una nueva variante de la cepa Marlburg, la cual había reaparecido entre una banda de chimpancés del Congo Sur. Unos nativos hallaron los cadáveres de los simios como bolsas de sangre, con todos los órganos hechos líquido. Unos días después, fueron los nativos los que murieron desangrados por los ojos, los oídos y el culo, por entre las uñas y la piel, por cada abertura natural del cuerpo por donde puede pasar una gota de sangre sin perder su esencia. Quedaste enamorado y dijiste que sí, que aceptabas hacerte cargo de la investigación. Llevabas a África entre cuero y sangre.

El primer día fue el peor, pero no más que la primera noche. África se te pega en la piel como el silencio, la humedad y la muerte. Los mosquitos parecían traspasar la tela del mosquitero, o a lo mejor se teletransportaban a través de ésta, para hincar sus agujas en tu piel desnuda, porque no soportabas el maldito calor y esa cama tan grande era capaz de contenerte si no te mantenías alerta. Charlie llegó al otro día. Ese muchacho escuálido, descendiente de irlandeses, en cuyo cuerpo cada músculo y gramo de grasa tenía un propósito y un lugar; aquel muchacho de no más de 26 años, con la mirada cansada y sabia de 86, aquel muchacho te ofreció la mano, pero no te dijo nunca “un placer conocerle”, porque en África el calor se te adhiere a la piel como una maldición que se come los modales y la modestia. Charlie, según observaste, llevaba puesto unos pantalones cortos cargo, unos mocasines sin medias de ningún color importante, y una camisilla negra que lo salvaba del bochorno del sudor entre las axilas de una camisa. Demasiado joven para esta investigación, pensaste cuando viste su mohawk semi rubio, semi negro –en el caso de un irlandés nunca se sabe- y su pantalla en la oreja derecha.

-¿Dónde puedo dejar mis cosas? –preguntó, como queriendo realmente preguntar, ¿dónde se supone que voy a dormir?
-No sé qué decirte, chico. Esta la única cama en todo el campamento. Según me dijeron, el gobierno pensó en darnos lo mejor que tenía a nosotros dos, que somos los directores del programa. Los demás catres están en las barracas de los guardias y de los otros empleados, si quieres dormir allá. Pero no tienen mosquiteros.
-scoff- odio los mosquitos -sentenció, dejando caer sus dos bultos negros al lado de la cama sin ningún reparo en modales ni sensibilidades absurdas.

Comenzamos a trabajar a los dos días de él haber llegado. En el campamento había una estación completamente sellada con tres niveles de entrada: en el primer nivel nos desnudábamos, inspeccionados nuestros cuerpos por personal del campamento en busca de heridas o aberturas recientes en la piel. Ya a ese nivel nos ponían la vestimenta de cirujano, recogiendo nuestro cabello hacia atrás con un gel especial para ello, para luego ponernos un gorro en la cabeza. Me puse la máscara de filtro y le hice un ademán de buenos días a Charlie, que por supuesto, no contestó. Luego entramos a la cámara del segundo nivel, en donde nos ataviaron con un traje de plástico y un tanque de oxígeno que duraría exactamente 3 horas, 39 minutos y 2 segundos, no más, pero sí menos, dependiendo del ritmo de nuestras respiraciones.

Ya en el tercer nivel, nos pusimos los trajes de astronauta. Charlie me volteó para revisar que no hubiera tajos en la parte de atrás de mi traje, y yo hice lo mismo con él. Luego la contraseña, y la puerta eléctrica se abrió para dar paso al laboratorio, en donde todo estaba contaminado, sin importar los antisépticos, ni los sprays de Lysol o Clorox, ni el mucho cuidado, porque cuando se trata de chimpancés en sus últimos respiros concientes de vida, no hay tal cosa como sanidad absoluta. Tampoco algo que tan siquiera pueda acercarse a ello. Y es que el ébola es una muerte que se corre en el aire, una verdadera peste silente al olfato.

Los primeros días transcurrieron con absoluta normalidad. Entre aguja y pinchazo en la vena de un animal, Charlie se tiraba su irlandesa broma formal, que siempre comenzaba con “un hombre le decía a otro”, la cual yo siempre ignoraba, pero sólo luego de mirarlo a los ojos con rostro de hastío y “cállate ya que me apesta tu presencia”. Terminábamos de analizar las muestras de sangre y tratar de aislar el virus –lo cual nos tomaba cerca de ocho horas y tres cambios de tanque de oxígeno, lo que representaba ir y venir desde el nivel I tres veces al día-; para luego retirarnos a cenar, en el caso de Charlie enrolar un cigarrillo de mezcla inglesa, fumar y quejarse del terrible destino que le acaeció a Irlanda del Norte, donde vivía su madre. Pensé en lo terrible de un destino que no pueda ser inefable, para mí la oscuridad es un alivio, y el ébola, un virus sabio, probablemente milenario, y muy cansado de cargar con el peso de millones de años de aberraciones genéticas y de adaptarse para sobrevivir. Por ello esperaba con ansias bajo las sábanas de aquella cama queen, sólo dejando mi ojo izquierdo al descubierto para poder verlo mientras se desnudaba y se acostaba a mi lado, no tan cerca, pero bastante. Su cuerpo olía a humo y sudor, porque contra todas mis recomendaciones, Charlie no se duchaba antes de acostarse.

Lo que pasó, tuvo lugar el tercer mes de repetir la misma rutina de todos los días. Una tarde, cuando volvían del campamento notaste algo en la parte de atrás de su traje de astronauta. Había un rasguño. Pensaste en que jamás lo verías nuevamente si decías palabra alguna. Lo meterían en el “submarino” de cuarentena que tenían detrás de las barracas y el laboratorio. Extrañarías su mirada de reproche ante cualquier broma de las tuyas, su cara de asco cada vez que le llegaba algo de humo cuando fumabas, y sobre todo, cómo se hacía el dormido bajo las sábanas cuando te desnudabas por las noches. Esa noche te acostaste en la cama y lo miraste fijo a los ojos. No hubo palabra entre ustedes. Comenzó a llover y las gotas se hacían mar cayendo a chorros por entre las tablas de madera del techo de la choza. Fingiste frío y lo hiciste muy bien, porque algo en sus ojos ablandaron su seriedad tan hermética como aquel laboratorio. Levantó la sábana y sólo entonces viste que él también estaba desnudo.

Rolf Mckenzie se abrazó a su compañero haciéndose camino en el silencio de la lluvia. Mezclaron átomos con una ternura que sólo el silencio podía hacer posible, y sólo entonces, en el justo momento del orgasmo compartido, entendieron que el ébola, como la muerte, sólo necesita un pequeño momento de intimidad.

Monday, October 15, 2007

El olor entre las piernas, cap. 93 El Favor

El olor entre las piernas, Cap. 93 El Favor

Estaba yo en la plaza de Coamo, en las escaleras de la alcaldía bajando la pornografía de rigor en mi laptop cuando llegó ella. Estaba yo a pie, porque mi carro lo había dejado en la gomera, alineando, balanceando, verificando los chichones en las gomas, quitándome el temor sabio del commuter que viene con el temblar del guía, el saber que en cualquier momento una goma se te puede explotar en el trayecto de Coamo a Caguas, de Caguas a Coamo, el temblor de la isla flotante en Lucía y el sexo, saber que en cualquier momento puedes dejar de ser amado, en un mundo tan miserable como éste. Ella se acercó quejándose de la presión alta: una viejita gorda y baja de estatura, con la piel curtida por los achaques simultáneos.

-Ay, mijo, bendito, ¿tú estás trabajando ahora?
-No, pero estoy haciendo un trabajo en mi computadora, -mentí yo.
-Ay, es que tengo la presión alta, estoy mareada y no tengo quien me lleve a mi casa.

Pensé que probablemente eran mentiras, que no tenía ningún achaque, que podría ser puro síndrome de hipocondría. ¿Qué derecho tenía la viejita a separarme de mi amada pornografía? La miré con algo de malhumor, pero cerré mi computadora, le tomé el brazo derecho con mi izquierdo y me la llevé.

-Ay mijo, bendito, -seguía repitiendo el “bendito” lo cual me dieron ganas de dejarla y salir corriendo, -el doctor me dijo que tengo la presión alta, y la diabetes me tiene mala, y mi hijo, yo no se dónde está ese muchacho metío, un vecino me trajo hasta acá en el carro, pero el doctor dice que yo no puedo caminar porque me sube la presión, pero yo no me puedo estar tranquila..

La señora siguió hablando en un fluir de conciencia que a veces parecía un indirecto libre. Pensé que sería tarea más fácil llevarla hasta la esquina y volver a la alcaldía. Pensé en ayudarla a cruzar la calle y darle la papa caliente a otro. Se lo manifesté, por aquello de las cuentas claras.

-Ay, mijo sí, no te preocupes. Ayúdame a cruzar la calle, que el doctor me dijo que tengo la presión alta y la diabetes me está matando… -nuevamente el indirecto libre.

En el camino, dos mujeres jóvenes nos detuvieron.

-Doña Meri, ¿usted está bien? ¿Qué le pasa? –repetía una de ellas, con el cabello rubio y la piel oscura. Parecía una cucaracha rubia.

La señora continuó con su letanía, por lo que la mujer, que estaba muy bien vestida, como de oficina, y quien ostentaba una ID de no sé dónde, me preguntó a mí si yo era el hijo de ella. No, le dije, sólo le estoy haciendo el favor de…

-Ah, ¿la vas a llevar a su casa? Ay, chico gracias.
-No, en verdad…
-Ay, mijo, bendito, gracias, que el Señor te lo pague, que mira el doctor me dijo que yo tenía la presión alta y la diabetes me está matando.

Ok. Al diablo la pornografía, el compromiso ya estaba hecho. De repente, la muchacha le dijo a la otra que es que “Doña Meri” era paciente de Salud Mental (creo que era bastante obvio ya a ese punto), y le hizo la típica seña de “loca” dando un círculo alrededor de su oreja con el dedo índice. Me molestó la seña por razones que todavía no puedo comprender. ¿Hasta dónde llegas como médico de tus pacientes? ¿Dónde está tu humanidad que dejas que un paciente tuyo que sabes que no está bien de salud camine solo o sola, sabiendo que se puede caer y darse un mal golpe o hacerse daño? ¿Por qué la mujer no se ofreció para buscar su automóvil (era claro que tenía uno porque tenía las llaves del mismo en su mano derecha) y llevar la paciente hasta su hogar? Después de todo, Coamo no es tan grande, ni mucho menos su casco urbano.

Le pregunté a la viejita dónde vivía.

-Yo vivo allí, por donde va aquel muchacho, en la calle Baldorioty, -como si yo supiera cuál es la calle Baldorioty, lo sé ahora luego de ayer.

No sé por qué la gente de pueblo te ve y no te reconoce como un forastero. Inclusive te preguntan si eres hijo de Pepe el de la Panadería o Juan Antonio, el guardia municipal.

Seguimos caminando, esta vez en bajada. La ayudé a cruzar la calle y continué con ella. La computadora en mi brazo derecho, su brazos derecho en mi izquierdo, al poco rato comencé a sentir dolor en mi muñeca. Ella me la estaba apretando inmisericorde. Temblaba y se notaba que tenía miedo de caerse. Había llovido. El suelo estaba resbaloso, las aceras llenas de accidentes y con carros estacionados encima llevándose la mitad del espacio, y por un momento, finalmente entendí lo que siente una persona con discapacidades físicas cuando trata de caminar por ahí. Literalmente son esclavos marginados por el sistema.

Bajando, cruzamos otra calle, llena de hoyos y conductores dispuestos a no frenar si no es por la imagen de la viejita. A un joven como yo, de cabeza rapada (me la rapé recientemente en solidaridad con los monjes budistas de Myanmar), le pasarían por encima sin pensarlo dos veces. Pasamos por la escuela elemental. Los nenes estaban fuera de los portones, corriendo por las aceras. Algunos se burlaron de mí y de la viejecita. Mira, ¡esa es su novia! De acuerdo, bienvenidos los atropellos, ya no importan, sólo el dolor en mi muñeca y yo apaciguándolo con la esperanza de que la casa de la viejita estuviera al voltear la esquina.

Preferí no volver a preguntarle a la viejita dónde vivía, cosa de tratar de acallar su letanía aléphica. Pasamos por un bar de mala muerte. Los hombres, de mirada curtida y ebria en pleno mediodía, se reían como quien dice: je je, te tocó el tostón, so cabrón.

Durante el resto del camino, dos mujeres de la Iglesia Bautista de la viejita se detuvieron para agradecerme el gesto, pero no para relevarme. Dios te bendiga, dios te bendiga, dios te bendiga, me tenían harto. Sucede que la calle Baldorioty queda hasta lo último del casco urbano. Las aceras accidentadas, no aptas para que una vieja camine en ellas, alargaron el recorrido. Al final, la casa número 55 a mano izquierda, un esperpento minúsculo de madera con escalos frontales demasiado altos, al estilo de antes. La ayudé a subir, arriesgando una lesión en la muñeca, de tan fuerte que me había agarrado la misma durante el recorrido de 35 minutos. Luego le cerré el portón principal y me marché. Inmediatamente comenzó a lloviznar. Computadora en mano, corrí todo el camino hasta la alcaldía.

Tuesday, August 14, 2007

El olor entre las piernas, cap. 92, El hombre de amarillo o Antonia revisited

El olor entre las piernas, cap. 92 El Hombre de Amarillo o Antonia Revisited

Veo el video. Ya está en YouTube. Se me acelera el corazón cuando veo al hombre vestido de amarillo forcejeando con el policía. Lo tiran al piso los tres azules. Los dos hombres policías le caen encima. Ya derribado, el hombre sabe lo que viene. Trata de defenderse. El policía busca el revólver. El hombre le detiene la mano. Se escucha la primera detonación. El policía resulta herido. Mi corazón ya está en taquicardia. Desde el otro lado de la ventana de mi computadora, grito que tenga compasión, que fue un error, que nadie quiso que la pistola se disparara, que por favor no haga lo que el hombre de camisa amarilla y yo sabemos que va a suceder. Se escucha una detonación. El policía le hace un disparo. El hombre de amarillo comienza a temblar en el piso. Se escuchan dos detonaciones más que le siguen. El hombre de amarillo jadea, se estremece, lucha por su vida aunque ya se le acabó el hilo. El policía, no conforme, le asesta un último disparo en la sien. El hombre de amarillo deja de temblar, estremecerse y muere abatido.

Le imploraron. Le imploré yo también desde mi computadora en YouTube. Le gritamos cabrón, hijo de puta, abusador, desgraciado, no hagas eso, por favor no lo mates. Pero el policía lo mató.

El shock me devuelve de inmediato a Hartford, a mi escuela superior, la Hartford Public High School, y las peleas que se formaban entre gangas frente a los portones, peleas con palos de golf, de jockey, con bates. Recuerdo cuando el SWAT se metió y repartieron cantazos a maestros, estudiantes y gangueros por igual. Recuerdo los gases lacrimógenos y el pepper spray, que me dejaron un mes en el hospital con asma y bronquitis.

El shock me remonta al infame incidente del ’93, cuando el novio de una amiga mía la llevó en su Jetta del año a la escuela, y el guardia lo detuvo sin razón alguna. Recuerdo el puño que le metió al novio de mi amiga, sin razón alguna. Recuerdo el manoplaza que le metió a mi amiga en los senos y cómo la dejó en el piso sin aire y agarrándose el pecho. Recuerdo la bofetada cruzada que me dio por ir en auxilio de mi mejor amiga.

El shock me devuelve a Villa Cañona, que bien podría llamarse Villa sin Miedo, a Humacao, a Fajardo. Comienzo a cuestionarme la naturaleza supuestamente límpida y prístina de los operativos en los residenciales. Me toca de cerca, aunque no conocí al hombre de amarillo. Aunque pueda revivirlo en sus últimos segundos cada vez que oprimo play.

El shock me dice que esto es como la historia de Antonia revisited.

No me sorprendo de desear la pena de muerte para este oficial de la policía. Si un ciudadano asesina a un policía enseguida se busca la pena de muerte. Pues lo mismo a él, por qué no. Me hartan los policías, azules o verdes, los militares, los jueces que se creen que son la ley. Un representante de la ley es sólo eso, representa la ley, no es la ley. A ellos también les aplica la Ley, porque se hizo para todos.

Cada vez que mis dedos presionan el click de play, pido la pena capital con más ahínco. Si no se la dan, morirá a manos de los ciudadanos responsables de este país que decidan, aunque sea sólo en este caso, tomar la justicia

Thursday, August 09, 2007

El olor entre las piernas, cap. 91, La reina es pata

El olor entre las piernas, Cap. 91 La Reina es pata

Llegué al mecánico. Había tres personas delante de mí. ¿Cuánto cuesta alinear el carro? Veinticinco dólares, me responde el hombre. En media hora estoy con usted, añade. Muy bien, le digo yo. El lugar gozaba de un silencio tan puro y elocuente que jamás lo hubiera asociado con un taller de mecánica, sin importar el tipo de mecánica. Saco un libro de mi auto, antes de que lo enganchen. Babel-17 de Samuel R. Delany, de la desaparecida colección de ciencia ficción en español de Grandes Éxitos de Bolsillo. Tiene un epígrafe: “no son las sociedades ni los individuos los que moldean el lenguaje, sino todo lo contrario”.

Lo abro en la primera página y leo el primer capítulo con asombrosa rapidez. Sucede que la Tierra está siendo invadida y esta invasión sólo puede ser detenida comprendiendo el lenguaje de los invasores, que ha sido denominado Babel-17, y el cual no puede ser descifrado por el Departamento de Criptografía de la Tierra, porque lo ven como un mero código. Para ello emplean la asistencia de la poeta Rydra Wong, “la poetisa de las Alianzas Terrestres”, cuya obra es conocida y admirada en 17 galaxias, porque ella es la única que decide ver el código por lo que realmente es, un lenguaje en sí mismo.

Despierto de mi lectura, porque el mecánico, al verme leyendo, decidió que era un buen momento para encender su radio en la estación cristiana de rigor. En ella, un hombre joven hablaba en acento neutral de Univisión sobre el apóstol Pablo, el cambio que hizo en su vida, cómo se salvó y sus contribuciones a la vida moderna (porque en ningún momento dijo “vida cristiana” y eso me preocupa, los cristianos se están poniendo cada vez más agresivos). Intrigado por qué me depararía el capítulo 2, y molesto porque mi mente decidió que ese era un excelente día para dejarse caer en un episodio de ADD, le pedí al mecánico que bajara un poco la radio. Todos a mi alrededor me miraron mal. Fue como haber gritado que la Reina es pata en Inglaterra. De más está decir que le di las llaves de mi carro y me fui. No tenía ganas de enfrentar la literatura contra la religión.

Me fui para la Plaza de Coamo, buscando un espacio tranquilo en el cual sentarme y leer. Había un quinceañero en la Iglesia, sus puertas abiertas, y por ellas se violentaba la voz a vivo micrófono del cura, que también tiene acento neutral de Univisión. Cierro los ojos, decido que Coamo no es un buen lugar para leer, que no me extraña que todavía no haya encontrado alguien en este pueblo que hable algo más edificante y cultural que Juan Vélez, que el cielo es azul por alguna razón, y que el español puede sufrir la misma suerte que Babel-17.

Thursday, July 19, 2007

El olor entre las piernas, cap. 90 La astucia silente de las tormentas

El olor entre las piernas, Cap. 90
La astucia silente de las tormentas

Era sábado. Iba temprano al trabajo. Venía de Coamo y subía hacia Caguas. Lloviznaba. Durante la semana habían anunciado, entre otras cosas, la muerte de Guarionex. En los carros, Guario siempre te recordaremos. Me detengo en el área de descanso opuesta al Monumento del Jíbaro. Varios automóviles estacionados. Hombres adentro masturbándose y buscando algo que les espante el frío como se lo espantaba el sexo a Rocco en “Intangible”. Sólo una dama.

Era sábado. Lloviznaba. Abrí un periódico viejo que tenía en el carro. Estaba amarillento de tanto sol. Repaso en mi mente: ¿traje la ropa del gimnasio para cuando salga del trabajo? No. Se me quedaron las tennis. El cielo se pone más negro sobre el albor de Cayey. La niebla desciende luminosa, muy astutamente para así también recoger hacia adentro el escroto de los masturbadores. En el periódico, la propuesta política del nuevo partido, el de Rogelio Figueroa. Pienso en titi Helena, en la bichería que le gasté sin querer cuando me reuní con ella el jueves anterior, día anterior a mi cumpleaños. Medito en la imposibilidad para mí de celebrar un cumpleaños tradicional. Todavía siento las cadenas de los testigos de Jehová halándome adonde sea que me dirija. Pensaba que mis peores días eran las navidades y semana santa, pero el cumpleaños es el peor día para un ser al que nunca se lo celebraron en sus años de formación, y quien creció viendo a los demás niños recibir regalos y quedarse sin nada.

Era sábado, y las lloviznas se aguantaron. Me bajé del carro, saqué un Benson Mentol de la cajetilla, y me di cuenta de por qué habían aparecido pequeños pedazos de plástico amarillo por entre toda la basura que hay en mi carro. El lighter se había hecho pedazos misteriosamente. Decidí pedirle algo de fuego a mis vecinos. En un Toyota rojo dos hombres se masturbaban con las puertas abiertas.

-Permiso, perdonen que los interrumpan. ¿Tendrán por casualidad un lighter?
-Negativo, pero aquí hay fuego, -me dijo mientras se halaba la pinga y me la enseñaba. A continuación se dobló y comenzó a mamársela a su compañero.
-Mano gracias, en otra ocasión.

Era sábado. Me retiro y veo a una señora fumando al lado de su auto en la otra esquina del área de descanso. Fuma mientras busca algo en unas bolsas. Cuando me le acerco me doy cuenta de que está buscando un abrelatas y una lata de comida para perros, un purrón viejo de Tuperware y agua que saca de una botella. A su lado observo una perra preñada que se queda tranquila y obediente mientras la mujer, entre sorbos de humo, le dice cosas dulces.

-No comas comida de por ahí, que yo estoy aquí mamita, yo voy a venir todos los días a ponerte comida.
-Permiso, perdone que la moleste, ¿me podría prestar un lighter?
-Tengo fósforos, ¿quieres? O mejor… toma, préndelo con la cherry.
-Gracias. ¿Usted siempre le pone comidita a la perra?
-Sí. Yo bajo todos los días desde Cayey a trabajar a Ponce y cuando subo le pongo comida. Hay que hacerlo porque a nadie le importa.

Era sábado y comencé a pecar de mentiroso-por-identificación. Pero no me importa.

-Yo trabajo para una organización sin fines de lucro, Save-a-Sato. Nosotros los recogemos, los bañamos, los desparasitamos y les buscamos hogar (¡MENTIRA!, pero por lo menos es un deseo que me gustaría realizar, y con eso acallé la conciencia).
-¿De verdad? Ay, mijo si es que este país está tan mal en tantas cosas. Tantos perritos realengos y nadie que se ocupe de ellos. Yo mira, hasta dejo de comer yo por darle comida a mis animalitos. (Pensé en Miroku, en mi adorado salchichita que dice cuentos y me entrega las novelas por capítulos, pensé en cuánto amo yo a ese perro).
-Wow, es muy poca la gente que se preocupa como usted. En nombre de todos le doy las gracias por la labor que usted hace.
-Ay mijo, si hay que hacerlo.

Era sábado cuando me subí al carro y me di cuenta que el mundo es más grande. Sigo dándome cuenta de que asimismo, la humildad es un salvavidas que te libra de ahogarte en él. Encendí el motor. Me despedí de lejos de par de masturbadores y me alejé. Al salir, el cielo mismo se nos vino encima.

Tuesday, July 10, 2007

El olor entre las piernas, cap. 89 En defensa de la Fantasia

El Olor entre las Piernas, cap. 89
En defensa de la fantasía

Reacciono a ciertas elucubraciones paternalistas ofrecidas gratuitamente el pasado domingo en La Revista, en torno al fenómeno Harry Potter y lo que representa la fantasía como género literario; reacciono en especial a las palabras del escritor Juan Antonio Ramos. Una de las cosas que más me asombraron cuando llegué a Puerto Rico hace escasos 12 años atrás, fue la falta de respeto hacia la literatura fantástica y la literatura de ciencia ficción. La falta de respeto iban desde un tratamiento fríamente paternalista, hasta decir que eso no es literatura. No sé si es peor decir que la fantasía y la ciencia ficción no son literatura, o decir que son literatura lite. Y esto viniendo de profesores universitarios y supuestos literatos que no saben la diferencia entre clasificaciones de género temático versus clasificaciones de literatura por edad (siguen confundiendo la literatura para niños con la fantasía… Tolkien debe estar revolcándose en su tumba); así como perpetúan que el realismo mágico es fantasía (cuando no hay nada más opuesto a la fantasía que el realismo mágico), así como perpetúan que el realismo mágico comenzó con el Gabo (cuando en Latinoamérica quien comenzó con el realismo mágico fue Carpentier con El reino de este mundo). Todas estas acepciones me parecen un insulto, sobre todo cuando la fantasía fue la primera literatura que hubo en la historia de la humanidad, o ¿acaso nos hemos olvidado de las épicas de La Ilíada y La Odisea, y mucho después, los viajes de Dante en La Divina Comedia?

El realismo mágico, que Alejito Carpentier separó de lo real maravilloso, se define como “la experiencia de vivir en la modernidad sin escapar del pasado y la miseria de los pueblos”. El realismo mágico posiciona al ser humano entre la modernidad del Siglo de las Luces, si se quiere, y el pasado mágico y supersticioso de la tierra donde ubica. Por ello encontramos en Macondo a Puerto Rico, a República Dominicana, a México… por vemos en Macondo el reflejo de nuestra propia miseria, nuestra propia magia y nuestro arrojo hacia la modernidad. La fantasía tiene otras preocupaciones y otra definición.

La fantasía la definimos como “la preocupación por el pasado prehistórico del cual no tenemos conocimiento real alguno, así como la preocupación por los orígenes del mundo y de las cosas que nos rodean más allá de los dogmas de las religiones que más influencia ejercen sobre el mundo”. La ciencia ficción, por otro lado, la definimos como “la preocupación del ser humano ante el futuro y los cambios que acompañan a éste en términos morales, de acuerdo con los avances tecnológicos”. Tanto la fantasía como la ciencia ficción son altamente especulativas, y por ello, es mucho más trabajoso escribir una novela de fantasía o ciencia ficción que escribir, digamos, La reina del sur o Nuestra Señora de la Noche. Tolkien, en una entrevista dijo, que para él haber podido escribir Lord of the Rings tuvo que hacer muchísima investigación sobre cultura y religión celta/escandinava/cristiana, tuvo que investigar sobre cartografía, geología, antropología y filología (Tolkien inventó más de 5 lenguajes distintos, con todo y su gramática para hacer tan sólo tres libros). Y todavía hay “literatos” que se atreven a pecar de ignorantes y decir que Lord of the Rings es para literatura adolescentes, sólo porque el personaje principal es un adolescente hobbit.

Me preocupa para dónde vamos con estas acepciones. ¿Será que una vez más impera en nosotros el insularismo de Pedreira? ¿Será que es cierto lo que dijo Julio Ortega, que Puerto Rico es una ínsula muy extraña? Creo que en esto se nos ve la cultura como pueblo. Creo que nuestro predeterminismo social nos mueve a ser paternalistas con aquello que es lo más esencial en un ser humano: los sueños (que están en el reino de la fantasía). Creo que a la gente de este país se le olvidó soñar, y cuando dejaron de soñar, se les olvidó su historia. Creo que hay una falta de historia en este pueblo. Creo que debe haberla para desvirtuar el esfuerzo de algunos genios de darnos nuevas teorías interesantísimas sobre qué sucedió en ese pasado del que no sabemos una mierda.

A ver si este esfuerzo de darle a este género temático tan noble algo de la virtud que le ha sido robado redunda en algo: la fantasía produce la más fuerte de todas las catarsis: el error del héroe (o su victoria, no importa) siempre llevará a la destrucción de un mundo utópico, perfecto, hermoso, bello, que dará paso a un futuro incierto (o muy cierto dado el hecho de que la fantasía se ocupa de elucubrar alguna explicación en torno a los génesis del mundo y sus pueblos). La fantasía nos devuelve el mito y la capacidad de maravillarnos (recuerdo mi momento más fuerte de maravilla, cuando en El Mago de Oz, Dorothy descubre que el gran Mago de Oz con sus ilusiones, su gran rostro esmeralda y sus fuegos artificiales, que simboliza a Dios si se quiere, no es más que un hombre frágil y pequeño, asustadizo, operando máquinas detrás de una cortina), y de querer virar el mundo boca arriba y hacerlo mejor. Asimismo, este género temático provoca un efecto de escape del cual no hay que avergonzarnos; es un efecto de escape hacia un mundo mágico que nada tiene que ver con la niñez o la adolescencia, sino con la capacidad de soñar (imaginación creativa), porque nunca en la vida de un ser humano, se detiene el desarrollo, y nunca se pierde la imaginación. Por esta razón, estos escapes no deben ser motivo de burla o devaluación.

En nuestro mundo hispanoamericano fallaron todas las fórmulas políticas, sociales y económicas. Vivimos en un Macondo que se olvidó de soñar con la Tierra Media. La fantasía, como el más viejo de los géneros temáticos de la literatura, se encarga de devolvernos los sueños. Es también la forma de arte más poderosa, a la hora de integrar todas las inteligencias múltiples en un ser humano, pues es la única que anda el filo entre el arte figurativo (o la narrativa “real”) y el arte abstracto (o la literatura “mística”).

Es tanta la importancia de esté género, y tantas su posibilidades (de uso, de especulación y de expansión imaginativa) que me entristece la actitud paternalista con la que se trata en Hispanoamérica.

Monday, April 09, 2007

El Olor entre las piernas, cap. 88 La naturaleza del fuego

El olor entre las piernas, cap. 88

La naturaleza del fuego

Llegó el tiempo que más odio del año: la Cuaresma, y con ella los fuegos del Sur y la insoportable Semana Santa. Detesto esta época seca, en el que la gente no come carne pero no se cuestiona por qué parar de comer carne roja, pero no parar de beber cerveza en Oreste’s II, en el Doble Seis, en La Guitarra y ese otro chinchorro que queda cerca de la gasolinera el Económico. Estos son tiempos secos y el sol le da al vidrio de las botellas de Heineken como grandes montos de verde artificial descubiertos por el fuego que no consume todo, tiempos secos que agotan toda posibilidad de humedad alguna arribada del mar, y se desata un fuego, dos fuegos, 37, que son los que van en lo que va del año. Y se me ocurre que este es un año de sangre, que como los casi más de 150 asesinatos registrados en lo que va del pobre 2007, cada incendio es más que una cicatriz negra en la tierra, es una muerte. Con cada fuego se mueren y embrutecen de 100 a 200 cerebros.

Esta semana ha probado ser insufrible. El lunes me tiré para la plaza de Coamo a conectarme al Internet por la noche. Los católicos estaban revolcaos con el vía crucis y no había quién aguantara las letanías y los coros desafinados que salían vomitados por el portal de la iglesia. Aparte de eso, esta semana he escuchado gente “respetable”, altas y prominentes figuras dentro del cristianismo paisano decir las sandeces más ridículas, y sobre ello puedo escribir un poema triste esta noche. En realidad no entiendo a los cristianos. ¿Acaso cuando aceptan a Cristo como redentor o salvador hacen un pacto con él para dejar sus cerebros fuera de la ecuación? ¿Acaso el precio de la salvación es la entrega o el secuestro de nuestra razón y pensamiento crítico? ¿Es que ahora la fe es sinónimo de rubia cabeza hueca con guindalejo de Juan 23 al cuello? Sigo pensando que es el fuego que nos tiene así, y que lo peor que se pudo hacer fue bregar con el Código Civil en Cuaresma.

Decía Don Eugenio María de Hostos que la educación es la antítesis de la barbarie, y todos sabemos que el fanatismo religioso es una de las cosas que nos quedan de ese pasado bárbaro y tribal. También afirmaba que la educación debe fomentar en el individuo el desarrollo de su capacidad de raciocinio, su pensamiento crítico y un buen conjunto de valores. Él nunca dijo que lo de los valores le tocaba a la Iglesia, y creo que en ello fue visionario, porque tiene razón. La Iglesia es una agencia socializadora, pero no educadora, no puede tener a su cargo la educación -a menos que se trate de sacerdotes jesuitas-, porque hay un claro conflicto de intereses. Pero a Don Eugenio, como buen filósofo, la visión se le quedó corta en todo lo demás. Probablemente, mi querido Hostos nunca se imaginó que no llegaría a ser profeta en su propia tierra, ni que a su gente le importaría un coño su filosofía –que es tan sabia como sabia es la ciudad casi hundida de Venecia-. Y es que en un país de llamarada lo que importa es tener la oportunidad, en algún momento de nuestras vidas, de quemar al otro, al marginado, al desprotegido por Dios –y que debe permanecer desprotegido por él para que aprenda a no ser pecador-, en fin, aquéllos muchos que serán defendidos por el nuevo Código Civil. Los otros, los que cargamos con la otredad no tenemos derechos civiles dicen los católicos, los pentecostales, bautistas, Testigos de Jehová, y demás cristianos de la extrema y no tan extrema derecha. Yo me pregunto, sin embargo, si el fuego consumió o no a los “otros” cristianos…
Y es que si dios nos hizo a su imagen, puede venir cualquier pendejo imbécil con malas intenciones, como nuestro Arzobispo de San Juan Roberto González Nieves –que dicen las malas lenguas capitalinas que secretamente comparte con un amante homosexual y que es botona-, y decirnos que Dios es nuestro espejo y que al mirarnos en él, en vez de ver lo que nos falta para lograr la perfección, somos Dios. Terminan creyéndose tal. Ya lo digo, es el fuego el que se llevó sus mentes al carajo.

Esto del Código Civil ha traído cola de novia, y la que falta, una cola como lenguas de fuego del más cabrón de todos los incendios del sur registrados durante este año: el de antes de Coto Laurel, en dirección a Ponce, por donde los chamaquitos “escrambean” motora. ¡Qué mucha mierda han hablado los Pokemones religiosos de este país! ¡Qué poca capacidad de análisis y pensamiento crítico hay en esta ínsula tan extraña! ¡O puñeta, que alguien me diga dónde carajo está la gente pensadora de este país y qué puñeta están haciendo los periódicos que no están publicando esas cartas! Yo me incluyo entre los morones de este país, porque admito que el fuego se ha llevado, no mi cerebro, pero sí mi voz. Porque ya perdí la cuenta de cuántas cartas le he enviado a la Nanny Torres de El Nuevo Día y que nunca me han publicado. Las pocas voces racionales se apagan demasiado rápido por el fervor hueco de los monjes de rapiña puertorriqueños. Tuvo El Nuevo Día que hacer una revista dedicada al ateísmo (tuvo que ponerse esa coartada, ese disfraz) para que se nos diera alguito de voz a nosotros los disidentes. Tuvo que publicar ayer 4 de abril, el Dr. Antonio Fernós, Catedrático de Derecho una columna magistral, otorgando una bella, merecida y tan formidable cátedra sobre la separación de Iglesia y Estado, para poder “jamaquear” las conciencias huecas de muchos, embrutecidas por tanto sol y tanto fuego provocado por tanta botella de Heineken tirada a las orillas de las carreteras y en los montes.

Lo único sabio e interesante que el homofóbico de mi profesor de Fundamentos Filosóficos de la Educación, el Excelentísimo Dr. César Cedeño ha dicho en lo que va de semestre es que “hay mucha más gente buena que mala en este mundo. Lo que pasa es que la gente mala recibe más publicidad”. Y yo me pregunto: ¿dónde están los verdaderos cristianos de este país, los no practicantes, los buenos cristianos, que son la mayoría y no esta minoría que se la pasan detrás del culo del homosexual tapado que tenemos por arzobispo de San Juan y los seniles Raschke y Font? ¿Dónde está esa gente linda que nunca te predica lo que son, que ni siquiera te dicen “Dios te bendiga”, pero que tienen firmemente adherido a su DNA el servir a los demás, el dar la vida por otros, el amor a los demás y a la Tierra –porque entienden, como entiendo yo, que más importante es la Tierra que Cristo mismo, porque la Tierra fue el primer regalo que nos hizo Dios-, dónde está la voz de esos cristianos chulos y cool que se viven su cristianismo en la elocuencia del silencio, sin gritarle su santidad a los 4 vientos, esperando a que otros se unan a la orgía de gritos a ver quién grita más y por ende, quién es más santo? Yo les voy a decir donde están: encerrados en sus casas, súper tranquilos y seguros de sí mismos, atendiendo a sus familias saludablemente funcionales y viviendo sus vidas sin meterse en las de los demás. De esto estoy seguro como seguramente, seguros están ellos de que su fe es fe y no conocimiento, porque el conocimiento se queda corto para entender a Dios y emprender su busca, tanto como la fe se queda bruta a la hora de entender las leyes que gobiernan el mundo y al mundo mismo. Probablemente no dicen nada sobre el nuevo Código Civil porque no les incomoda, porque no tiene por qué incomodarlos, porque el Código los beneficia a ellos también, porque el Código es para todos. El fuego embrutecedor de mentes no los toca, aunque la amenaza les cae encima también y por ello, callan, aunque son la mayoría, porque su miedo es distinto al de los cristianos gritones y chillones, porque su miedo es que éstos últimos se queden con las riendas de un país que ya de por sí parece arroz con mierda. Pero yo les aseguro a estos cristianos cool, que no tienen nada que temer porque aún en un arroz con culo cagao puede reinar la razón. Miedo debe tener la minoría cristiana que se cree que puede huir de una facultad con la que nacieron. Se podrán rehusar a usar su razón, pero no pueden, ni podrán jamás huir de ésta.

A los cristianos chillones que hacen crujir sus dientes cada vez que la ley da un paso en adelante –digamos una vez cada siglo…-, les digo que si quieren que sus respectivas sectas y doctrinas sean reconocidas como CONOCIMIENTO, se les tiene que exigir que defiendan estas doctrinas y sectas con argumentos sólidos, intelectuales y articulados. Si quieren estar a la altura de la razón, tienen que empezar a usarla; con argumentos pendejos de que si la Biblia dice o dejó de decir no van para ningún lado. Y buena suerte les deseo, en semejante empresa, porque es harto sabido que vivimos en un mundo en el que se reconoce que el predicamento que establece que la religión es fuente de conocimiento alguno, así como la fe y las doctrinas, es un predicamento imposible e inverosímil. A ver cómo carajo van a defender su postura.

Finalmente, a todos los cristianos le dice este humilde homosexual servidor, que nosotros no queremos casarnos por la Iglesia. No creo realmente, que alguien que tenga dos dedos de frente quiera casarse en sus iglesias, salones del reino y templos cagados de oro y plata, mercaderes y mierda de paloma. Sólo queremos tener algo que nos asegure que también somos personas, y que somos más fuertes que el fuego.

Monday, March 19, 2007

El Olor entre las piernas, cap. 87 "Amor Gay", de Arturo Pérez-Reverte

El Olor entre las piernas, cap.87

“Amor Gay”, de Arturo Pérez-Reverte

Hace ya un par de años o más, Arturo Pérez-Reverte, amigo de Mayra Santos, vino a la isla a promocionar una de sus aventuras de Alatriste. En aquel momento, yo cursaba el taller de narrativa de Mayra. Ella nos instó que fuéramos al conversatorio que tomaría lugar en la Sala A de Humanidades. Todo transcurrió normal, común y corriente, como cualquier conversatorio, hasta que a alguien se le ocurrió preguntar la pregunta que dio origen a este recorrido, que es El Olor Entre Las Piernas: Sr. Pérez-Reverte, ¿qué le aconsejaría usted a los jóvenes que quieren escribir una novela? A lo que el escritor contestó algo así como que el no cree que un joven tenga la madurez necesaria para escribir novelas, porque las novelas requieren una experiencia de vida y calidad de madurez muy por encima de la que pueda tener un joven, y parafraseo pero no miento. Me paré de mi silla y me fui. Rosalina, mi mejor amiga y autora de su primera novela inédita Los invisibles andaba conmigo, creo que ella también se paró y se fue.

Nunca más volví a pronunciar el nombre de ese escritor. No quise leer más sus libros, que tanto me habían gustado hasta ese momento, ni quise leer sus nuevos. No los quemé, pero los regalé todos. Ya no significaban lo mismo, ya nunca más podría leerlos y ver la trama, sólo vería a un escritor consagrado y profundamente ególatra crucificándome por osar meterle mano a un género que no me pertenece. Para aquel entonces, yo ya había escrito El Nudo Celta (en su versión en inglés Celticknots, para la clase de Loretta Collins, para la cual Rosalina había escrito The Invisibles, que comenzó como un cuento y se fue convirtiendo en novela), y aunque predicaba que me resbalaba lo que decía Pérez-Reverte, que lo decía y dice también Rosa Montero, y que ratifica Mayra Santos, me dolieron tanto esas palabras, que tuve que escribir mi segunda novela Oz. Lo que viene al caso es que me olvidé de esos autores, inclusive, le guardé algo de rencor a Mayra, mi mentora de aquel entonces, por prestarse para ello. Pero, como la mayoría de las cosas que pasan en la IUPI, le di pichón y lo guardé todo en la parte de atrás de mi cerebro. Hasta que recibí un e-mail de Moisés Agosto-Rosario, sobre una columna que Pérez-Reverte escribió sobre el amor gay, y que reproduciré al final de esta columna.

En ella, Pérez-Reverte describe una noche en barco por las aguas de Venecia, y cómo estos dos hombres se pasaban cariño y calor con la más sutil de las artes. Dice que estaban sentados pegaditos de los hombros. En un momento en que el barco se estremeció, estos dos hombres se intercambiaron una sonrisa rápida, como un beso. Dos tipos con suerte, dice Pérez-Reverte, y yo no dejo de pensar en que este autor que por varios años odié tanto, de repente se redimiera ante mí de manera tan honesta y tan humilde. Les invito a que lean la columna, porque es maravillosa, así como también les invito a que reflexionen sobre ella y hagan las conexiones con el nuevo Código Civil.

Personalmente, tengo varios asuntos en lo que reflexionar y los cuales resolver. Le perdono a Pérez-Reverte su sentencia de que los jóvenes no puedan escribir novelas, después de todo, yo ya la transgredí, y asimismo lo hizo Roncagliolo, Carson McCullers y muchísimos otros. Si me dan a escoger entre ser escritor y se homosexual, no sé honestamente cuál escogería, pero sé cual de los dos aspectos me vino natural y cuál aprendí. Me gusta que un tipo heterosexual con tanto cerebro defienda lo que yo soy, y le agradezco públicamente que se haya tomado la molestia de pensar, de sentarse a escribir sobre algo que es universal, porque el amor, sea gay o straight, es universal, es química, respuestas eléctricas que llegan al cerebro de la misma forma, por las mismas neuronas y nervios, y que se filtran por el conocimiento resultando en escalofríos, sudores, latidos rápidos e incesantes y ojos que se viran hacia adentro.

Otra cosa que me queda por decir es que con el nuevo Código Civil, todavía sigo sintiéndome como un ser humano incompleto. Los que lo redactaron debieron haber hecho la osadía de una vez y por todas, incluir el matrimonio gay y lésbico, no relegarlo a una mera unión de hecho. Pero bueno, por lo menos, aunque sigo incompleto porque no me puedo casar con mi “pariente”, ahora podré ser un ser humano sustancialmente menos incompleto.

A continuación la columna de Arturo Pérez-Reverte:

Amor Gay
Por Arturo Pérez Reverte


Nunca antes me había fijado en la cantidad de
parejas homosexuales que se ven paseando por
Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a
la orilla de los canales, cenando en los pequeños
restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de
dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente
discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado.
Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en
el caso de estas parejas siempre me encanta
sorprender sus gestos comedidos de confianza o
afecto, el reparto convencional de roles que suele
darse entre uno y otro, la ternura contenida que a
menudo sientes flotar entre ellos, en su
inmovilidad, en sus silencios.

Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del
vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al
Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los
pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de
la embarcación había una pareja, hombre y hombre,
cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos,
apoyando discretamente un hombro en el del
compañero, en un intento de darse calor. Iban
quietos y callados, mirando el agua verde-gris y el
cielo color ceniza. Y en un momento determinado,
cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la
gama de grises del paisaje se combinaron de pronto
con extraordinaria belleza, los vi cambiar una
sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una
caricia.

Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé.
Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos
allí, en aquella tarde glacial, a bordo del
vaporetto que los llevaba a través de la laguna de
esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé
cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en
ese momento por aquella sonrisa. Largas
adolescencias dando vueltas por los parques o los
cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes
se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados
en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la
calle soñando con un príncipe azul de la misma edad,
para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos
de asco y de soledad. La imposibilidad de decirle a
un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa
voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo
más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando
apetece salir, conocer, hablar,
enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un
bar, verse condenado de por vida a los locales de
ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone
empastillados, reinonas escandalosas y drag queens
de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga
mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre
de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la
sordidez del urinario público.

A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo
entero, que debe de ser un homosexual que consigue
llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a
esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar,
juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete,
en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría,
de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo
como si tal cosa,
sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la
calle a volarle los huevos a la gente que por activa
o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue
destrozando la de los chicos de catorce o quince
años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo
igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los
mismos chistes de maricones en la tele, el mismo
desprecio alrededor, la misma soledad y la misma
amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes,
a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos,
sin estridencias pero también sin complejos, seres
humanos por encima de todo. Gente que en tiempos
como éstos, cuando todo el mundo, partidos,
comunidades, grupos sociales, reivindica sus
correspondientes deudas históricas, podría
argumentar, con más derecho que muchos, la deuda
impagada de tantos años de adolescencia perdidos,
tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber
cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta
afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en
lo intelectual,
sino en lo puramente humano, se encuentra a un
nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en
todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la
pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro,
hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y
olvidarlos, me pregunté cuántos fantasmas
atormentados, cuántas infelices almas errantes
no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por
estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia,
dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.

Sunday, March 11, 2007

El olor entre las piernas, Cap. 86 Britney

El olor entre las piernas, Cap. 86 Britney

A mí Britney Spears me da miedo. Y mucha risa. Tengo que confesar que cuando leí sobre su atentado suicida, me encontraba en Centro Médico esperando que me atendieran. Llevaba desde las 5:05am en el hospital. Eran las 2:57pm y todavía no me había atendido. Leer la noticia de Britney una y otra vez fue lo único que evitó que me volviera loco ese día. Leía una y otra vez que Britney se había tratado de tatuar el número 666 en la cabeza, que ya tenía afeitada desde que ingresó en la clínica desintoxicadora de estrellas cinco estrellas en Malibú, pero que sólo consiguió tatuarse el 66, y que frustrada, salió corriendo y gritando que ella era el Anticristo. Me imagino que el Anticristo del patio, el tipejo ese de Ponce, quien seguramente se jacta de que Ponce es Ponce, y él es él, se enfureció, y probablemente salió a tatuarse el 666 en el culo, que creo que es donde le falta.

A mí estas cosas de cultos satánicos y gente que se proclama el Anticristo, me causo alguito de miedo el parte más atrás de mi cerebro. Debe ser que todavía me creo el cuento Testigo de Jehová de que “este sistema de cosas se está acabando”, o que “el Armagedón está por venir”. Debe ser que cada vez veo cómo la gente que no piensa es la que sube al poder, la gente que realmente no tiene valores son los que están en puestos encumbrados, y me pregunto yo, si la muerte de Anna Nicole Smith tendrá algo de profético.

Ayer, un día después de la saga de Centro Médico, fui al oficina del correo. De camino, había unos muchachitos de la escuela superior de más arriba del correo, tratando de bregar con una goma vacía. Me estacioné, me bajé del carro, abrí el baúl, y cogí mi gato y las llaves para operarlo. Fui adonde ellos. El dueño del carro, un nene de cuarto año, y sus cuatro amiguitos, que estaban cogiendo pon con él, se encontraban tratando de cambiar una goma vacía. Pero cuando me di cuenta, el carrito tenía en realidad tres gomas vacías. Demás está decir que me puse a ayudarlos, quitando las gomas una a una, y llevándolas a la gasolinera, que se encontraba localizada en la esquina de ese bloque, en la luz a mano izquierda. Sucede que una de las gomas no tenía remedio, porque hay una pega que sella la goma al aro, para que el aire no se escape, y esa pega se había salido, lo cual encontré también muy profético, y muy macrometafórico. Pero las otras dos gomas estaban bien, y la que estaba jodida la montamos en el baúl del carro, y la cambiamos por la repuesta. En ese proceso, pasó un hombre mayor en un carro y nos gritó que nos moviéramos “pal’ carajo porque estábamos en el cabrón medio”. Yo le grité que se bajara del carro y que me lo dijera de frente. El tipo se fue callado. Luego vino un policía municipal y repitió la hazaña del viejo cabrón. Yo le dije que por qué nos quejábamos tanto los adultos que la juventud no tiene valores, si nosotros no se los enseñamos, porque es precisamente en este tipo de situaciones en las que uno aprovecha y enseña cómo se hacen bien las cosas. Yo entiendo que los valores más importantes de esta sociedad son los siguientes: el amor, la paz, la justicia social, la igualdad y la solidaridad. En el amor hay muchos otros valores contenidos, pero aquí en la isla, y en la madre tierra estadounidense, mucha gente se llena la boca hablando de la tolerancia, y a mí me da grima. La tolerancia a mí me parece un valor muy pendejo. Es frágil y truculento. Yo prefiero la aceptación y la solidaridad. No es suficiente tolerar a los demás, sean homosexuales, lesbianas, prostitutas, católicos (que bastante joden ya de por sí), Testigos de Jehová (ditto), pentecostales (ditto), drogadictos, narcos, blancos, negros, supuestamente-indios, etc. Hay que hacer más, incluso con la supuesta tolerancia generacional que debemos tener. Hay que aceptarlos, porque este mundo será pequeño, pero hay espacio para todos, para los de mediana edad, para los niños, para los viejos, y para los jóvenes. Me tuve que quedar callado, porque el policía tenía cara de que su mujer no le había dado el canto la noche anterior, y parecía que iba a cometer un acto de brutalidad policíaca y yo no me iba a prestar para ello. Seguí cambiando la goma y cuando terminé, acabé engrasado de pies a cabeza, pero me veía sexy, y el muchachito me lo agradeció con un alivio profundo, que se le podía ver en los ojos.

Anna Nicole Smith estiró la pata. A Britney parece que le afectó que su amiga muriera. Salió gritando que quería que Kevin Federline volviera con ella y le diera otro hijo. Pero también gritó que era hija del demonio, aunque se quedó en 66. ¿Qué podemos aprender es esto? Nada. ¿Qué puñeta se puede aprender de todo esto?

Wednesday, March 07, 2007

El olor entre las piernas, Cap. 85 Talleres

El olor entre las piernas, Cap. 85 Talleres

Desde que me mudé para Coamo, mi vida literaria ha ido en descenso. Creo que mis lectores de esta columna no deben haber notado. Sólo hace unos días fue que me volvió el “surge”, creo que por culpa de los fuegos de Coamo, del área sur, o simplemente ante la amenaza de una sequía severa. Y es que mientras el mundo de afuera se seca, el de adentro se vuelve tiernamente húmedo.

Eso comencé a suplicar tan pronto como pasó enero y llegó febrero con sus fuegos de Coamo, que se han estado extendiendo hasta Guánica y Cayey. Los otros días pasaba por la carretera principal de Coamo a Santa Isabel, y frente al campo de golf, por Orestes II Bar & Grill, las lenguas de fuego eran como líneas iridiscentes en el día que seguían mascullando la hierba aún de noche, enviando cenizas como nieve, dejando un gran estratocúmulo extendiéndose por toda el área sur. Al otro día, un mini tornado, realmente un remolinito de brisa, ni siquiera viento, moviendo la ceniza de los montes quemados como el pequeño dedo de un dios burlón. Y yo no puedo hacer más que preguntarme ¿cómo puede la gente vivir así?

Con febrero abrió también el taller de creación literaria en la IUPI de Ponce. Conocí a la profesora María Teresa Miranda, un ser genial que comparte las mismas obsesiones con el lenguaje que tengo yo, así como la misma compulsión por escribir. Es una mujer de mucho cabello negro, peinado y ordenado, no como las “hair-women”, mujeres pensadores estadounidenses de cabellos desgreñados. Me agrada mucho María Teresa. Se puede conversar con ella de todo, y en una institución que no es más que una escuela superior, eso se agradece.

El taller es bien sacrificado. De repente, así de primera impresión, yo fui no más para poner mi filmo-, pina- y biblioteca al servicio del taller, que no es un curso institucionalizado, sino más bien un conjunto de bellos seres espirituales y espirituados que sacrifican su hora de almuerzo cada martes y jueves, para mejor almorzar literatura. Y cuando digo conjunto, soy muy condescendiente, o creo yo que lo soy, según mi background de río piedras. Este taller no es un manantial, como los talleres de escritura creativa de la IUPI de Río Piedras. En realidad somos cinco personas los más constantes: la profesora, yo (que llegué de presentao, como siempre), Heidi, Joan (que tienen mucho talento como poetas y narradoras, si logran desarrollarlo) y una gordita bien chula que me cae super bien y cuyo nombre no sé, y la cual es excelente narradora.

El taller no es algo planificado, aunque yo estoy apelando y tratando de hacerlo lo más clase, lo más curso que sea posible. Pero nos gana la sequía. Es difícil echarle la culpa de la ausencia de escritores a los estudiantes. Es más factible echársela a la universidad misma, que tiene su única biblioteca cerrada y secuestrada. Es más real culpar asimismo a la comunidad, al pueblo mismo de Ponce, que no tiene como prioridad crear una biblioteca pública, más sí jactarse de un pasado de gloria, bien passé, que continúan perpetuando cada vez que dicen que “Ponce es Ponce y lo demás es parking, San Juan es parking de impedidos y Bayamón es parking de embarazadas”. En este pueblo no hay un Borders, tan siquiera, aunque llevan años hablando de la posibilidad de establecer uno. y yo, sigo sin empleo y sin dinero, sin poder sacarle copia a toda la poesía que tengo de la gente que escribe ahora, a la usanza de Loretta Collins, quien nos hizo un manual de cuentos que fotocopió ella misma para nuestro taller.

Ponce es seco. Esa es la primera impresión que me deja y la más duradera. Pero si acaso todo el rocío que le llega de Coamo y pueblos adyacentes se condensa y materializa en una sola gota, que a su vez sea una sola palabra, entonces habrá esperanza para este taller. Y yo, sigo cuestionándome, como siempre, quién soy yo para hacer semejante juicio valorativo de este grupo, al que ya pertenezco. ¿No tendré yo mismo la culpa, por no hacer más? Hasta que se acabe la Cuaresma y llegué la estación de lluvia, será sólo con palabras que humedezcamos nuestras almas, a ver si el polvo, los mini tornados y la ceniza no acaban con la poca voluntad que nos queda de escribir.

Thursday, March 01, 2007

El olor entre las piernas, Cap. 84 La gente de mi pueblo adoptado

Los años de escritura creativa me han enseñado que a la hora de describir un lugar, la forma más “chula” de hacerlo es a través de su gente. En Coamo, no basta con ir a los baños de aguas termales, tan ricas que son, ni con ir una vez al año al Maratón de San Blas. Hay que ir al gimnasio del pueblo, tempranito por la mañana y sudar la angustia con los viejitos del programa Sneakers, para luego salir a mediodía y sentarse a hablar con alguien en la plaza. Con una persona al día basta. Hay material para escribir que no se acaba nunca.

Hoy caminaba por la plaza; acababa de salir del gimnasio y estaba muy cansado. Iba despacio porque no había desayunado. El guardia municipal, quien curiosamente portaba un uniforme azul marino en vez del tradicional verde “gandul” me observó con curiosidad, para luego voltear la mirada rápidamente y seguir concentrado en su vigilancia. Dos nenes corrían y luego se deslizaban en sus Hillies, con una maestría que daba envidia. Sonreí, porque yo, a mis 26 años de edad, me dio con comprarme unos Hillies, y aunque no me veo ridículo corriendo y deslizándome en ellos, me da vértigo. Cosas de cambio de edad.

Más adelante, sentada en uno de los bancos, estaba una mujer mayor fumando. Soy fumador social, entiéndase que nunca me compro una caja de cigarrillos, pero cuando veo a alguien fumando me entra la angustia que se suponía que tenía que dar en el gym, y obligatoriamente tengo que pedir un cigarrillo y compartir el momento con el bondadoso o la generosa del día. Creo que he probado todos los sabores de todas las marcas que se venden en Puerto Rico, como si fuera un catador de vinos.

“¿Son suyos esos nenes?”, le pregunto. “No, pero me da miedo que se vayan a dar una matá”, me dijo, sonriendo entre bocanadas y donitas de humo, porque la señora (a quien llamaré Doña Gina, porque tenía cara de llamarse Gina), era toda una maestra en el arte de fumar grandes bocanadas. Hay gente que aspira el humo y se lo queda en la boca, para luego botarlo. Según Doña Gina, que luego me dijo que usualmente no fumaba cigarrillos, sino habanos, el humo se respira como si fuera aire, como cuando uno pasa por la Avenida Luis A. Ferré en dirección a Ponce en plena Cuaresma, cuando los irresponsables le pegan fuego a los montes en Coamo, Guayama, Salinas, y pueblos limítrofes. “Así es que se fuma”, me dijo, “hay que meter el humo pa’ dentro, porque si no, ¿para qué fumas?”.

“¿Me regala un cigarrillo?”
“Claro, m’hijo. Hay que compartir el vicio.”
“Gracias.”
“Ay, Dios mío, esos nenes, se van a dar una matá.”
“Esas matás son buenas. En bicicletas, en patines, en caballos…” –dije yo.
“Yo me di una en caballo.”
“¿De veras?”
“Hace como diez años atrás, porque yo cabalgaba con mi familia, dos días antes del Maratón de San Blas. Nos íbamos en caballo como un ralley por todo el boulevard hasta la plaza. Éramos como más de doscientas personas a caballo. Yo me caí de mi caballo y se formó un sal pa’ fuera… Nunca más volví a montar caballo. Y desde entonces no he parado de fumar” –concluyó esta mujer con su cigarrillo como habano, con un aire de “Goyita” de Tufiño, una dignidad que sólo se puede ver en las arrugas, que son como surcos, o como cicatrices que dejan los incendios en la tierra vistas desde un helicóptero.

Le di las gracias por el cigarrillo nuevamente, porque en Coamo las cosas se agradecen por dos, y me retiré, pensando en que de aquí a diez años en este pueblo y en el país entero, ya nadie se sentará a hablar en las plazas. Nadie tendrá tiempo o ganas. Y nos vamos a desconectar de lo que nos hace humanos. Sólo espero que haya gente fumando por ahí en alguna esquina. Pedir amablemente un cigarrillo siempre es una buena excusa para conectar.