Wednesday, April 27, 2005

El olor entre las piernas, Cap. 10 Acerca de reliogiones y otras molestias

El olor entre las piernas, Cap. 10 Acerca de reliogiones y otras molestias

Testigos de Jehová. No me malentiendan. No tengo nada malo que decir de ellos. Sólo que hicieron una miseria de mis primeros catorce años de vida. Nada más.

El amor que se tienen entre sí es algo poco más que superficial. Es el producto del sectarismo tan profundo del que cuelgan sus raíces. Sí, dije cuelgan. Ellos cuelgan del cuello, como algo mucho más pesado que una cruz, digamos, en palabras de ellos, como un madero de tormento.

No quiero hablar de todos los cumpleaños que perdí en mi vida y de los que después perdí, cuando a los veinte años de edad traté de celebrar mi cumpleaños decentemente y no pude, pues todos mis planes se fueron directo al coño: mis amistades no se aparecieron, nadie tan siquiera llamó, en fin, un desastre. El año siguiente traté de planearlo nuevamente, y así el subsiguiente, con amistades nuevas cada vez, las viejas cada año se hacían menos, y me di cuente de lo triste que es celebrar un cumpleaños después de pasada cierta edad. Yo lo único que quería era recuperar esos días en la escuela en que un compañerito o compañerita cumplía años, se cantaba Happy Birthday, o Sapo Verde Pelú, se soplaban velas, se comía bizcocho, se pedía un deseo… todo esto lo sé por mi hermosa nana, la TV. Nunca tuve referencias personales. Siempre me mandaban a salirme del salón de clases, mientras todos los demás tenían su diversión. Todo porque yo no celebraba “eso”, como buen cristiana, temeroso de Jehová.

Halloween, por lo menos pude recuperarlo. En algo. Con la gran parada de Halloween, donde cierran la Ponce de León y salen todas las dragas y los que no son dragas, vestidos con plumas, plástico, rubber, látez, sombras, mascáras, pestañas, lentejuelas… Por lo menos no me perdí el año pasado, Halloween del 2002. El premio al mejor disfraz se lo llevó un muchacho, gay por supuesto, que estaba vestido de gárgola, con todo y alas, cuernos, pelos guindando, y un pene de plástico entre las piernas. Valió la pena su esfuerzo. Me hizo sentir que eso no me lo perdí en mi vida, por lo menos.

Todas las demás celebraciones han quedado vedadas para siempre. Saint Valentine’s, Thanksgiving, Dad and Mom’s day, Dia de los Reyes, Happy Eastern… Pero la peor época del año para mí, siempre ha sido Navidad. Todos mis amigos de la escuela con regalos, menos yo. Ahora, a mis 22 años, todos se van para sus pueblos a “compartir” con sus familias. Yo me quedo solo. Siempre solo. Despedida de año siempre duermo. Es patético, pero me parece que cuando un año se va no se motivo de celebración. La Biblia dice que el ser humano comenzó siendo inmortal. Que ya no lo somos me parece una trajedia griega que vivimos todos los días. ¿Qué acaso soy el único que se da cuenta? Finalizar un año, para mí es motivo de reflexión, de búsqueda de aquellas cosas que quedan por hacer, porque el tiempo se va terminando. Esoe s apremiante.

Como dije ya, no tengo nada malo que decir de los Testigos de Jehová. Me parece muy “bonito” el amor que se tienen entre sí. Pero yo, a mis 22, me la so lunga, perché io sono un lupo vechio. Y sé que ese amor, no es otra cosa que una manipulación malintencionada de parte de los que están “llevando el rebaño”. Una treta para darles a los pobres tontos algo en que creer, algo más allá de sus narices, para que se olviden de los dos dedos que tienen de frente y suelten las “contribuciones” para la obra de Jehová. Es un amor que puede derrumbarse más fácilmente de lo que muchos creen. Créanme, en mí se derrumbó a los catorce años, cuando tuve mi primera relación homosexual. Pero más patético aún es el hecho de que tanta gente caiga en esas garras. Los Testigos de Jehová, como todo buen fanático religioso, y como el resto de los habitantes de este maldecido planeta, buscan afuera lo que no se atreven a buscar adentro. Lo que deberían estar buscando adentro. Aquí caen fanáticos de todo tipo, y por ende, cae la mayoría de la humanidad, porque todos tenemos que ser fanáticos de algo, yo lo soy del arte en general. Pero yo estoy consciente de ello, porque tengo distancia.

En esto, los fanáticos son distintos a los drogadictos. Estos últimos saben donde buscar, saben qué camino recorrer. Van por buen camino. Pero no con lo zapatos adecuados.

¿Yo? Estoy triste. Pero eso no es malo. Encontré adentro lo que estaba destinado a buscar y hallar. Sólo que no tengo con quien compartirlo. Pero eso es cuestión de tiempo. Algo bueno que tengo que decir de mí es que encontré mi lugar en el mundo.

Lo peor en esta tierra, es encontrar el lugar de uno en relación a los lugares de los demás. Lo mejor es encontrarlo en relación a uno mismo. Lo mediocre es no encontrarlo nunca. Yo encontré el mío mirando hacia adentro, a donde todos deberían mirar y buscar. Estoy triste, pero completo. Hay peores cosas que estar triste. Si muero ahora, muero tranquilo, y tranquilo, comienzo de nuevo. Porque somos seres. No hay cables que nos conecten al más allá. Nadie sabe realmente qué hay allá, después de las nubes. Sólo se sabe lo que hay alrededor y lo que se encuentra adentro. Rechazar ese mundo interno, tan rico, por un Dios que no acaba de dar la cara, me parece repugnante, y a lo sumo, una gran estupidez.

El olor entre las piernas, Cap. 9 El sexo

El Olor entre las piernas, Cap. 9 El sexo

El sexo no es necesario. Pienso en el estrujarse de los cuerpos y en el hecho de que no siento mucho cuando se lo meto a algún hombre por el culo. Dedico mucho tiempo a meditar acerca de qué es lo mucho que me gusta de ello. No logro dar con una explicación. Es que tener sexo es salirse de proporciones, es perder la perspectiva clara de las cosas, por un segundo, un minuto, quince segundos, ese es el verdadero rango de tiempo.

Pienso en los hombres con eyaculación retardada con los que he estado. Yo soy uno de ellos. Al principio el juego del amor está bien, y de hecho, comienza con mucha calentura. Pero pronto es esa misma calentura, que se vuelve insoportable, asqueante, nauseabunda. Y no se trata de una quemazón de los atomos de la otra persona que se juntan con los propios. Se trata de una desesperación, que se torna peor en el caso de los que están “abajo”, unas ganas irresistibles de salir corriendo. Pero uno se queda, obediente, porque algo le dice a uno que eso es todo lo que hay acerca de esto, que así es que tiene que ser.

Decía Descartes: “Pienso, luego (a mí me gusta mejor, “por ende”) existo”. Tal parece que esa fue su forma de hacerse inmortal. Y es que cuestionar las cosas es alargarlas, estirarlas, hacerlas lentas, lejanas, extrañas… El sexo no deja de ser igual. Llegamos a la máxima pregunta: ¿Es esto todo lo que hay en el sexo?

He leído de todos los tratados amorosos que puedan haberse escrito en la Edad Media y rescatados en la época victoriana. Kamasutra, Ananga Ranga, El jardín perfumado, tratados eróticos de oriente, dibujitos pornográficos de baño de escuela elemental, étc. Todos hablan de posiciones, de chackras, de la luz interior y la conección con la fuerza primordial del universo. Pero ninguno habla de la bellaquería per se, ninguno hace un intento honesto de explicar el por qué de la bellaquera, y por qué nos atrae tanto y cuando nos venimos, lo primero que queremos hacer es salir corriendo. Ninguno explica el sentimiento de culpa. O tal vez no de culpa, pero sí de incomodidad.

No se trata de con qué tipos de cuerpos tenemos sexo. He estado con todo tipo de hombres: gordos, flacos, con penes curveados hacia arriba, abajo, de lado, con lápices y anacondas, con quenepas y bolas de baseball, con hombres de cuerpo de piedra y mente de gelatina, con hombres que sudan, inhalan y aspiran sexo… Y no tiene nada que ver.

Cosas que detesto del sexo: 1) que un hombre “liquee” por el pene; 2) que a un hombre le apesten las partes; 3) que a un hombre obeso que haya rebajado repentinamente, le cuelguen los pectorales como pechos de mujer vieja; 4) que al penetrar a un hombre, saque mi pene lleno de suciedad e inmundicia; 5) que me suceda lo mismo, pero al revés; 6) la selva de pelos en el pecho, la entrepierna, el ano; 7) que me caigan pelos en la boca en medio de un buen sexo oral… Sin embargo me encuentro en la encrucijada inconsciente de que he negociado todos estos elementos por una buena chichada, y a veces, por que no son tan buenas. Encuentro que he violado todos estos estatutos, cuando se me ha presentado la oportunidad de venirme por el culo, o venirme dentro del culo de alguien o en su cara.

Lo ideal, la perfección absoluta en lo que tiene que ver con el sexo entre dos hombres es lo siguiente: dos hombres, fuertes, robustos y musculosos. Uno debe verse más “nene”, el otro más “rough”. El rough se lo meterá al nene en todas las posiciones. Se va a venir en su culo. El nene se levantará, tomará al rough por la cara y se le vendrá a este en el rostro. Eso es a lo que todos debemos aspirar. Esa es la verdad absoluta, y por supuesto, esto no es cierto. Parece la receta para una película porno, pero lo cierto es que es a lo que todos apiramos, y a lo que no deberíamos jamás aspirar.

Me estimulan mucho los músculos. Debo admitir que hace dos semanas ví una mujer en Plaza las Américas, que tenía un cuerpo bellísimo. Era musculosísima, parece que por fisicultura. Tenía más molleros que todos los hombres que estabamos alrededor juntos. Y por supuesto, cuando pasó y por donde sea que pasó, arrasó con todas las miradas. Yo, que soy varón homosexual, gay, faggot, del otro lado, tengo que admitir que me sentí estimulado por aquella belleza, que era más fuerte que el odio.

Pero los músculos no lo son todo. Son nada, para ser sincero. Me encuentro meditando de repente, en lo más que me excita de un hombre. Y son sus cascos. Yo chicho con la mente. Me encantan los hombres que son unos bellacos intelectuales. Y es que me recitan poesía mientras me clavan. O gritan textos enteros de filosofía de Kant, mientras le halas el pelo y les escupes la cara. El intelecto está en la próstata de un hombre. Por eso es que muy pocas mujeres logran accesar otro lado de sus maridos que no sea el macho velludo animal chabacano que se hala los huevos por encima del pantalón enfrente de todos, y luego saluda con la misma mano.

Volviendo al tema del sexo, si es que en algún momento me he apartado de él, el estrujarse de los cuerpos produce picor, enferma, pero es necesario. Me encuentro contradiciéndome, pero la premisa se mantiene cierta, irrevocable. El sexo llama, quema si lo practicas, quema si no. Sería ideal chingar con una distancia de dos o tres pulgadas de distancia de persona a persona. Sí, eso definitivamente resolvería el problema.

El olor entre las piernas, Cap. 8 Psoriasis o Donnie Darko revisited

El olor entre las piernas
Cap. 8
Psoriasis o Donnie Darko Revisited


La psoriasis es una condición de la piel que la endurece, la torna callosa como escamas de sirena que cantan para que uno olvide que el mundo gira en realidad alrededor de uno y no al revés, como los demás piensan. Que se me perdone el delirio de esta muestra, porque quisiera estar hablando de la huelga en la UPR, de Nina Valedón, compañera escritora del taller de Mayra Santos-Febres, que destronó al presidente del consejo en una asamblea ilegítima, que nadie sabe todavía de qué lado está, dicho sea de paso; sin embargo, no puedo hablar de la huelga sin reproducir palabra por palabra mis ideales violentos heredados de mis panas los suramericanos. Es que lo que hace falta para que se acabe la huelga, y no sé cómo nadie lo ha propuesto hasta ahora, es eso: violencia. No de la irremediable, pero sí de la humillante. Que yo iría con un buena turba iracunda de panas estudiantes huelguistas y sacaría al Presidente de la Universidad, García Padilla, como cuando los cantantes de rock se tiran al público y éste lo sostiene entre muchas manos, así, para luego arrancarle la ropa y dejarlo desnudo en plena calle. Asimismo, llevaría par de latas de pintura en aerosol y le haríamos un buen body-painting graffittero. ¿Dónde están los revolucionarios cuando se trata de violencia? Eso es lo que exige esta huelga. Eso, o un paro general del país completo, a ver quién tiene más cojones y ovarios.

Alrededor de la psoriasis hay muchos mitos, uno de los cuales me parece sumamente interesante y se me antoja cierto: el psicológico. Dicen que a las personas a las que la piel se les vuelve escamas, es porque ya no pueden lidiar con un mundo que se les presenta como demasiado hostil para su supervivencia, pero no tienen los deseos, o lo que se necesita para suicidarse. Interesante. Sumamente interesante. Que cada día me parece que Puerto Rico retrocede. Cada día más quisiera terminar mi libro de cuentos Pobre Puerto Sucio. Pero no puedo, porque los cuentos no paran. Porque hay tanto qué decir de esta mierda de país, que sin embargo logra ser mucho más país que otros países, lo cual nos deja ver la hermosa situación del mundo. ¡Qué bello es todo! ¡Qué bella es la vida! Esto es un país triste. Yo propondría que por fin eliminaran la legislatura. Que la manden al carajo. Un pueblo con demasiadas leyes da la impresión de que su gente es indisciplinada. Que lo es, por cierto. Pero como vivimos en un mundo de imágenes, donde la primera impresión es la que cuenta, podríamos usar eso, en vez de ir en su contra, para comenzar a dar la impresión de lo completamente opuesto, a ver si así empezamos a creérnoslo y lo ponemos en práctica.

Que lo que pasa es que a una de mis personajes le dio psoriasis en un cuento. Porque había sido abusada y no podía bregar con el mundo. Cuando yo tenía cuatro años fui abusado sexualmente. No por un sacerdote. Pero sí por un conserje, los nuevos “underdogs” pederastas. No sé si tenga ganas de reproducir la escena aquí. Puede que me salga erótica y eso no era. Lo haré de todos modos, aprovechando que tú, querido lector, has llegado hasta aquí en la lectura de tan desorganizado y repugnante columna sobre la ciudad de San Juan. Le pedí permiso a la maestra para ir al baño un buen día, cuya fecha he olvidado, porque realmente no importa. Entre a uno de los cubículos y comencé a orinar. Como no había nadie y en realidad me estaba haciendo encima, dejé la puerta del cubículo abierta. Entró uno de los conserjes de la escuela, cerró la puerta tras de sí (al parecer había escuchado el sonido de un chorro), y buscó el cubículo donde yo estaba. Cuando terminé y me volteé, él ya estaba allí, con su miembro al aire, erecto, y su asqueroso y repulsivo olor entre las piernas. Yo me quedé paralizado. No había tenido ninguna charla preventiva al respecto con mis padres, porque en mi casa Testigo de Jehová, el sexo estaba prohibido sobre la mesa, así como la pederastia y la masturbación. Que cuando en el Salón del Reino se hablaba de ello, lo tocaban por encima, sin dar muchas definiciones, que todos los adultos asentían con la cabeza, y los niños nos quedábamos brutos, sin realmente entender un coño. El tipo estaba allí, y mi boca comenzó a temblar bruscamente, los nervios haciendo chocar mis mandíbulas más rápidamente que una bailarina de flamenco con sus castañuelas. El conserje alargó su mano y me abrió la boca a la fuerza. Luego me introdujo su miembro hasta la garganta, sin ningún tipo de consideraciones anatómicas, propias de mi edad. Cuando no pude succionarlo y comencé a llorar del pasmo y del dolor en la garganta, el hombre me propinó una bofetada, que viniendo de él, y aterrizando en mi cara, era demasiado. Volvió a introducir su miembro, y lo empujaba hacia dentro de mi garganta, mientras mis quejidos lacrimosos comenzaban a ascender de volumen. Para cuando se vino la primera vez, en mi garganta, provocando vómitos inmediatos, me propinó un puño al estómago que me tumbó de bruces al piso. Cuando recuperé el aliento, comencé a llorar cuando vi por primera vez la puerta cerrada, y al hombre, ya completamente desnudo. Me bajó los pantalones, y con su miembro todavía tieso, aún después de su primera eyaculación, me sodomizó, sin ningún tipo de consideraciones anatómicas, propias de mi edad. Mi madre dice que yo estaba destinado a ser más alto. Y mucha gente orientada dice que las violaciones pueden, de alguna forma interrumpir el crecimiento de un niño. El hombre me tapó la boca con su mano y múltiples amenazas al oído de que iba a matar a mi hermana, que estaba en la escuela conmigo, después de hacerle lo mismo que me estaba haciendo a mí, que él sabía dónde yo vivía, que iba a matar a mis padres, a mi perrito (que ahora pensando, ¿cómo pudo él saber que yo tenía un perro?), y que me iba a buscar toda mi vida para matarme. Y su pene que era como una navaja dentro de mí. Me viene de repente la imagen de la película Seven, de la escena en la que el villano obliga a un tipo a ponerse un aparato sadomaso con un cuchillo en la punta del pene, para matar a una prostituta a la que ha amarrado previamente con todos los cuidados requerido. Su pene me ardía adentro como cuando me corté el dedo pulgar pro primera vez en mi vida, tratando de abrir una lata de Chef Boyardee. Ardía, latía, me provocaba dolor cada embestida, pero trataba de gritar y su mano y sus amenazas me cubrían la boca. Debió haberse venido unas cuantas veces, porque sentía el calor de su semilla como erupciones muy por debajo de la piel, como cuando el magma hace que la tierra suba y cambie el panorama en un área volcánica. Mi cara y mis orejas debieron estar extremadamente rojas del dolor, porque en aquel entonces todavía conocía solamente el 50% de la humillación que viene con una violación. La otra parte estaba aún por ser atisbada a lo lejos. Cuando se detuvo, se puso la ropa, me recordó sus amenazas y me dijo que me vistiera, que me iba a esperar fuera del baño para él mismo escoltarme de vuelta al salón de clases. Vomité un poco más, pero me detuve, apretando bien los dientes (el mejor remedio que existe contra las náuseas y la bulimia), porque me dijo que si volvía a vomitar me lo metería de nuevo por la boca. Sé que estaba sangrando por el ano. Sentía las gotas de sangre bajar por as mangas de mi pantalón. El tipo me condujo al salón de clases, y le dio quejas de mí a la maestra. Que me había sorprendido en el baño orinando el piso y que me había dado una galleta, para que yo aprendiera. La maestra me haló la oreja y me sentó en mi asiento a la mala, dándome así, por fin, una excusa para poder bajar la cabeza y llorar tranquilamente. Nadie nunca notó las gotas de sangre. Puñeta, ¿Por qué nadie nunca las notó? Si estoy seguro que no eran de sudor. Nunca lo volví a ver. A veces me cuestiono si me lo imaginé todo como parte de la maldición pasada sobre nosotros de la Primera Escritora. Podría decir que me lo imaginé todo, y que esto es una burda mentira profesional con fines didácticos. Si no fuera porque su cara la tengo grabada en el cuero interno de mi mente. Si no fuera porque todavía hoy, veinte años después tengo pesadillas al respecto. Si no fuera porque a veces siento un odio horrible e incontrolable que no puedo explicar, dirigido hacia nadie en particular. Si no fuera porque hablar de mi violación me provoca una erección.

La psoriasis es una condición, cuyos efectos más fuertes se producen en los primeros 3 o 4 años de vida. Que ha habido casos en que la piel de ciertos niños se vuelve como roca y el niño muere asfixiado, o contaminado con su propio sebo y sudor. Que a veces yo daría lo que fuera por encerrarme de esa forma y que no me llegue el mundo, ni gente backstaber como Nina Valedón, Antonio García Padilla, Gladys Escalona de Mota, y la mayoría de la gente en el poder que nos tienen agarrados de las bolas y las trompas de Falopio.

Anoche volví a ver la película de Donnie Darko, uno de esos films como Fight Club, que puedes ver miles de veces y cada vez le encuentras algo nuevo, que nunca habías visto, aún si te sabes de lleno los parlamentos. Drew Barrimore estaba fantástica. El mejor papel de su carrera y quedó opacado por el 9/11. es todo una conspiración. Porque a veces he llegado a pensar que mis primeros indicios de psoriasis (ya de viejo, a los 24, casi 25 años), que mi violación, y la mala suerte en general, son causadas por la puta Ley de Murphy. Que me persigue como un vaticinio de carta astral natal. Que es preferible la desconexión total, ya sea física como la psoriasis, o psicótica, como la de Donnie Darko. Si la mente o la piel, cualquiera de las dos, no importa, que se torne callosa una o la otra, cualquiera es viable.

Monday, April 25, 2005

El olor entre las piernas, cap. 7 Los fuegos de Coamo o yo quiero ser Carrie

El olor entre las piernas
Capítulo siete
Los fuegos de Coamo o yo quiero ser Carrie


No hay excusa para que mi garganta se levante todos los días con infección. No hay excusa para que la mitad de Cayey esté verde y la otra mitad cicatrizando heridas de fuego que tardarán dieciocho años en sanar del todo. No hay excusa para el calor tan agonizante, ni las lenguas de luz que se ven por las noches a lo lejos. No hay excusas para los incendios.

A nadie parece importarle. No me digan que es el calor nada más. No hay calor natural que pueda provocar incendios, sin la ayuda de botellas de cristal rotas, de Heineken y lo que no, que sirvan como prisma al sol cada vez más cercano. Cada vez que veo a un hijo de la gran puta en la calle tirar una botella de cristal en la carretera, desearía tener telekinesia, perseguirlo y obligarlo a que se la meta por culo y se le rompa adentro. Suena cruel, y hasta tal vez un poco demasiado, pero creo que es la única forma en que la gente podría aprender.

A propósito de telekinesia, siempre puedes conocer la personalidad de quienes te rodean si les preguntas esto: “Si fueras superhéroe, ¿qué superpoderes te gustaría tener?” A los bellacos les gustaría poder ser invisibles o metamorfos. No hace falta demasiado imaginación para darse cuenta por qué. A los más góticos y sufridos, “rejects” del Romanticismo, les gustaría poder derretirse en las sombras, y teletransportarse. La viejita bochinchera del vecindario, preferiría tener los sentidos bien agudizados (o a lo mejor ya los tiene) o tener telepatía. Y los hijos de puta que tiran basura en la carretera darían lo que fuera por ser invulnerables. Pero no lo son. En ningún sentido de la palabra. Y Coamo sigue quemándose todos los días en un lugar nuevo. Ya no quedan manchas verdes en Coamo.

Como dije, estos cabrones no son intocables, ni invulnerables. Propongo matarlos a tiros a todos, entrarle a batazos a las viejitas que van al Yunque y dejan los pañales sucios en las piedras del río, destajarle la cabeza al doñito gordo que tira el vaso de refresco de McDonald’s en el patio del vecino, y sobretodo, y arriesgándome a ser elitista, no me importa, a quien no le guste que bregue, daría lo que fuera por incendiar todas las comunidades especiales de este país. Mírenlas, obsérvenlas bien, que detrás siempre hay un pastizal lleno de neveras muertas, gomas que jamás se pudrirán, y mucha, mucha basura. A mí me encantaría ser Carrie, ése sería mi superpoder, y regaría mi fuego a las cuatro esquinas de la humanidad. Este mundo se tiene que acabar.

El olor entre las piernas, Cap. 6, Elefantiasis

El olor entre las piernas
Capítulo seis
Elefantiasis o por qué los hot dogs se llaman así

Hoy, 25 de abril de 2005, me monté en la B-4 para llegar a mi trabajo. Estos escritos los he concebido casi todos en mi trayecto de una hora desde Río Piedras hasta San Patricio. Debería llamarlos, en vez de “El olor entre las piernas”, “On the B-4”, como el primer disco de Jennifer López, antes de transformarse en J-LO(w). Había un elemento sentado a mi derecha que nadie se atrevía mirar: un negro con sonrisa amplia y cara buena gente, con una barba deambulante, un pañuelo azul atado a su cabeza y unas gafas que le daban cierto aspecto de hougan vudú. La razón por la cual nadie lo miraba, y sólo los asientos a su lado estaban vacíos era obvia: el tipo estaba cubierto de lo que por ahí mal llaman “sapo”, eso que le dicen a los nenes pequeños que les van a dar si no se bañan. Eran unas verrugas lisas que se asomaban por entre cada poro, cada rendija dejada al vacío por los átomos que trataban de organizar su cuerpo. Le salían hasta por entre la barba. Muchas ideas me llegaron a la mente. Este hombre, a quien por puro capricho llamaré Sebastián Fernando Torregrosa de la Vega (nombre de novela, ¿no?) debió haber sido deambulante en algún momento de su vida. Pero es que nunca había visto a un deambulante con elefantiasis. Y el hombre, de no ser por las verrugas en la piel, tenía aspecto pulcro, dentro de la versión no-vainilla del concepto. Entonces, comencé a preguntarme cómo le haría Sebastián Fernando Torregrosa de la Vega (nombre de la aristocracia de Guaynabo, ¿no?) para afeitarse la barba cuando le diera picor. Ya me lo imaginaba, cuando me sorprendió el desgraciado diciéndome: “Con mucho cuidado, tonto.” Me imagino que se tardaría más de una hora afeitándose entre aquellas pústulas secas, lisas, que eran un canto a la belleza más amorfa, como pequeños cuerpecitos demoníacos que habitaban bajo su piel, esperando ser liberados por algún error humano, como digamos pues, el dedo señalador de un niño. Aquel hougan vudú tenía, probablemente, el demonio del Señor de las Moscas a flor de piel. Mi imaginación fue más cruel todavía, pues soy creador hasta en las actividades pasivas, y me imaginé su pene. Por alguna razón, su miembro me lo imaginaba como el único espacio sagrado de su cuerpo, no invadido por el demonio insecto. Y me lo imaginé feliz, teniendo sexo con la doña del lado mío, que tenía los dos dientes frontales salidos, y una cara quijotesca de caricatura, pero muy buena figura para sus años. Adoro la B-4, porque pasa por Centro Médico. Adoro la B-4, porque si me dieran a escoger a quiénes asesinar dentro de la guagua, hubiera matado a todos menos al freak. Porque amo a los freaks.

Una última mirada antes de bajarse, y me cuestioné si de verdad era escritor, y si lo era, si podía ser cronista. Me dije a mí mismo: “Cabrón, si no escribes de esto, no mereces llamarte escritor”. Así lo he hecho.

Tenía mucha hambre cuando me bajé de la B-4. Eran las 7:02am. Así que me fui al joint de la esquina y me compré dos hot dogs como los pido siempre: con solamente queso y ketchup. Entonces, cuando me mandé el segundo supe por qué le llaman así. Fue uno de esos momentos de profunda revelación, en los que uno hace las conexiones, y el universo se encarga de conspirar a tu favor. Como cuando uno se fuma un gallito de hierba, que el cielo mismo se abre y uno ve la luz. Le llaman hot dogs, perros calientes, porque cuando te los comes, literalmente te muerden el estómago. Ahí lo tienen. No hay nada más zen, ni más sabio para el día de hoy que eso. No hay nada qué aprender. Solo esperar a que pase la próxima B-4.

El olor entre las piernas, Cap. 5 Carlitos

El olor entre las piernas
Capítulo cinco
Carlitos entre otros relatos de Suburbia, y otras masturbaciones anales


Ayer, mientras me dopaba escuchando a Nightwish, me maravillaba ante la miríada de apariciones post-mortem en la TV del papa, se me antojaba ya un santo, sin tener que pasar por las burocracias del vaticano, ni los juicios del diablo, total, que yo estoy con los miles de personas que le dijeron en vida: “The Pope is a bigot!”. Nada, que no sé qué fue lo que impulsó la memoria en mi mente de Carlitos, un nene que vivía en mi barrio, que me acordaba mucho la canción “Downtown”, del musical “Little Shop of Horrors”. Somebody shoot me dead.... porque con Carlitos nada podría ser más cierto. Nunca un rostro infantil me ha dejado ver más madurez que el de Carlitos, ni más ganas de verdad de salir de un lugar que considerara infernal. Pero para Carlitos, no era sólo el downtown de Hartford, Connecticut, con sus terribles edificios de ladrillo que no terminan nunca (a mí me tomó cuatro o cinco años aprenderme las entradas de la ciudad y sus salidas, me parece que una vez entras a la 8va milla, no hay forma de salir de ella), sino también su propia familia. Aquí reproduzco un pedazo de una típica conversación entre Carlitos y su padre.

-Oye, nene, tú deberías estudiar para ser trompetista... –pronuncia su padre, mientras ve la televisión en calzoncillos viejos estirados, y se rasca la entre pierna, sin haberse bañado. Veía un programa de música.
-No me interesa, muchas gracias, padre, -respondió Carlitos muy educadamente, mientras devolvía su vista al libro que leía en aquel momento: El Budismo, de Edward Conze.
-A ti te interesa lo que yo diga que te interesa, ¿me oíste, pilemierdita?
-Sí, señor, usted tiene toda la razón, padre, los niños hablan cuando las gallinas mean, -respondió Carlitos ensimismado y sin realmente prestarle atención alguna a su padre.
-Damn right you do, you little fuckin’ snob! Aquí se hace lo que yo digo. En esta casa mando yo.

Carlitos lo observó por un momento, y le pareció ver dos imágenes yuxtapuestas intermitentes: la de un cavernícola con basto en mano, a punto de rajarle la cabeza a otro cavernícola, porque se había metido en su harem de mujeres cavernícolas; y la de un gorila tipo King Kong que se golpeaba los pectorales mientras lanzaba su grito de amenaza. Pero no le dio ninguna importancia, porque su padre no tenía ninguna importancia en su vida, simplemente estaba allí.

En otro incidente relacionado, Carlitos estaba en la parte trasera del carro, observando el mundo fuera de la ventana. El padre conducía, mientras vociferaba improperios contra el resto del mundo: los conductores que guiaban peor que él, las mujeres que conducían en general, los viejos que cruzaban la calle justo cuando el semáforo cambiaba a verde, y el resto de la gente que era más imbécil que él. Sucede que se detienen a buscar a un amigo de papá, que bebe con él todo los miércoles y los domingos. Ese día era miércoles, día de acostarse temprano, entonces el panorama de la ventana cambia a uno nocturno, y a Carlitos, que no le desagradan para nada las luces nocturnas de la calle, piensa en el musical que más le agrada, que la noche anterior había salido por televisión, Little Shop of Horrors, en la escena del tipo de la motora, y de repente, su mundo se le abre con la facilidad de siempre, y sus sentidos se ausentan por completo a la imbecilitud de su padre.

-Oye nene, cuéntale a Billy de tu nueva novia.
-No tengo novia, padre.
-¿Qué es? ¿Qué entonces eres maricón?
-Padre, si esta conversación no va para ningún lado, ¿puedo pedirle permiso para retirarme a mi mundo interno?
-¿Qué dijiste?
-Nada, padre. Usted tiene razón, muchas novias, quince en total, me las he tirado todas, sí señor, tenían buenos culos y clítoris calientes... –repetía Carlitos como fórmula aprendida a través de los años, dejando al amigo de padre sorprendido, y al primero muy orgulloso de la cría que salió alguna vez del olor entre sus piernas.

Que este niño pude haber sido yo, si mi madre no hubiera estado viva. Que soy escritor y puedo mentir, pero que mi padre era un half-breed británico que vivió la mayor parte de su vida en Dublín, donde no sabían cómo pronunciar su apellido Acevedo, así que mi padre usaba el materno: Brighingham. Que mi padre buscaba la forma de encontrar el G-spot de mi madre todas las noches. Que nunca me contó un cuento, pero me dejó ser Carlitos, con mi propio mundo. Ahora a mis 25 años de edad, me acuerdo de Carlitos, y aunque el nene nunca existió, sino en mi mente, me acuerdo de cómo cuando hablaba conmigo, inmediatamente se ensimismaba, aunque yo era el único que lo entendía, porque yo hacía lo mismo. Que nada. Bien dentro de sí, sin haber nunca, a lo mejor, escuchado música metálica, podía escuchar en su pequeño cerebrito, los acordes orquestarles de Nightwish con su Bless the Child. Y si de algo estoy seguro es que en su pequeño gran mundo, el Papa nunca existió.

El olor entre las piernas Cap. 4 Reynaldo

El olor entre las piernas
Capítulo cuatro
Reynaldo
(1983-2005)

Este capítulo no sé ni cómo comenzarlo. Sucede que hoy 4 de abril de 2005 fui a la clínica para pacientes de VIH y me dieron una noticia que en segundos me hizo perder todo interés por la vida: mi amigo VIH+ Reynaldo había muerto.

Reynaldo era un muchacho de 22 años de edad, perinatal, eso es, que nació con el VIH, contrayéndolo de su madre, una prostituta cubana de excelentes facciones, de muy buenos ánimos y sentimientos, y excelente sentido del humor (según me contó mi amigo una vez) que murió cuando este era todavía muy joven, dejándolo completamente huérfano, quedando su custodia en manos del Departamento de la Familia. Si este comienzo de su historia le parece a usted, lector, la tela de una muy mala ficción, sepa que ahí no termina la cosa. Reynaldo vivió toda su vida tomando medicamentos para el VIH, admitiendo su condición al que fuera, porque después de todo, contrario a todos nosotros, los que contrajimos el virus en la calle, él no tenía mancha social alguna. Todo ocurrió un tonto fin de semana. Rey se fue para Vieques a pasarla cool, y olvidó sus medicamentos en el hospedaje, tal vez por primera y última vez en su vida, porque recuerdo lo celoso y fiel que él era a la hora de tomarse los cocteles, como que llevaba toda su vida desde los cuatro años de edad haciéndolo. Me imagino que sintió un poco desnudo en Vieques, cuando se dio cuenta de que no los tenía consigo. Me imagino que él mismo vio su propia costura. En ese momento de la verdad, yo estoy seguro de que Reynaldo supo de qué él estaba hecho. Cayó sobre su propio talón sin necesidad de llamarse Aquiles, pues en Vieques contrajo un catarrito pendejo que a los dos días se le convirtió en una pneumonía que lo liquidó en tres días más. Poom. Rápido. Me divierte y alegra pensar que es un 98% probable (no me pregunten de dónde me saco los numeritos, sólo me llegan así, Poom, a la mente) que no haya sufrido al momento de morir. Lo que sé, de hecho, fue que murió solo, como un cachorro tierno y herido, que cuando sabe que va a morir, se mete debajo de un carro o de una casa, para estar solo en su momento de ida. Esta imagen me destroza el cuero completamente. Escribo estas palabras y corriéndome el riesgo de que me tilden de cursi (en ESTE momento no me importa, puñeta) mis lágrimas bajan como ácido de batería. Tengo taquicardia porque he llorado todo el día y no he podido parar. ¿Cómo se brega con este tipo de dolor? Cada persona que te encuentras en la calle te mira y tiene su rostro, cada voz se parece a la de tu pana, la joya de amigo que acabas de perder, entonces, ¿cómo diablos te repones de esto? No quiero para nada que este capítulo se convierta en una Paula de Isabel Allende. Porque ni escribiendo se me va el dolor. Y su nombre importa sólo para dejar claro que Reynaldo era un ser humano digno, que no se merecía ese revés de la vida. Por lo demás su nombre no importa, porque probablemente ninguno de ustedes lo conoció y si lo ven ahora por la calle, húyanle. Pero yo sí lo conocí. Y hasta el día en que sea a mí a quien le dé la pneumonía, Reynaldo vivirá porque todavía no me he olvidado de su cara. Su nombre importa sólo para los que lo conocimos y le dimos este alfiler que ahora punza nuestros corazones en taquicardia.

Friday, April 15, 2005

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS CAPITULO tres BUDA Y LAS MUERTES TIPO "FINAL DESTINATION"

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS
CAPITULO tres
BUDA Y LAS MUERTES TIPO “FINAL DESTINATION”

No tengo deseos de criticar al diácono que cogieron jalándosela en el baño del segundo piso de Sears. A cada cual que responda por sus actos como mejor pueda. Y trata de discutir a favor de la huelga de la UPR en contra del alza de la matrí[z]cula ya me la tiene HINCHÁ. De nada sirven los argumentos si la gente no ve ni entiende las tretas y manipulaciones del cabrón presidente de la IUPI, que tras de cabrón, es un genio. No. hoy hablaré de Sandy y su muerte tipo “Final Destination:.

Al igual que Reynaldito, véase el capítulo anterior, Sandy, que era como su hermana, nació con el VIH, siendo, por ende, perinatal. La noche antes de su muerte, Sandy esta ebria como una tuerca, y andaba con Millie, su hermanita, también VIH, y también perinatal. Las dos andaban puteando con unos chamacos del “8 de Blanco”. Se montaron en el carro, los cuatro en estado de intoxicación, los dos tipos al frente, y Sandy y Millie en los asientos de atrás.

Me detengo un momento en la narración de este episodio de Gata Salvaje: The New Generation, porque es necesario que el lector entienda que estas dos nenas todavía no eran mayor de edad, sus custodias le pertenecían al Departamento de la Familia, y la condición de salud, aparentemente les había impedido el desarrollo total de sus cuerpos, o ya estaban padeciendo lipodistrofia. Resulta que Sandy, la más alta de las dos, me llegaba a mí, que mido unos 5’7”, al fin del pecho y principio del abdomen.

Bien, sucede que los tipos chocaron el carro y murieron inmediatamente. Millie se salvo de milagro, pero Sandy, mi querida Sandy quedó atrapada entre el asiento de atrás y el baúl del carro. Como era de noche, los paramédicos no se dieron cuenta de que ella estaba allí hasta la mañana siguiente. La llevaron al hospital, con un pulso casi ido, pero aún si sobrevivía, quedaría parapléjica de por vida, porque en el accidente, Sandy había quedado partida por la mitad (no picada, pero espina se había partido por dentro). Los tipos que andaban en los asientos del frente no se les reconocía del cuello hacia arriba.

Escribo esto, porque me pregunto cómo fueron los últimos segundos de la vida de Sandy. Me pregunto si vio toda su vida frente a sus ojos como una película, como dicen que se ve en este tipo de situaciones. Me pregunto si vio a Buda, o si era tan bruta que no vio a nadie, y se vio a sí misma solamente, escapando lentamente de su cuerpo, conectada al reguerete de tubos al que la conectaron cuando la llevaron al hospital, me pregunto si ella vio las ballenas cuando vienen a la costa norte y dan saltos y se zambullen nuevamente, me pregunto si ella, que no sabía de literatura y que escribía hambre sin h, se le ocurrió alguna vez escribir un cuento o una novela de su vida, no importa si salía algo así como EL MANUAL DEL GUERRERO DE LA LUZ de Paulo Coehlo, o las cuatro verdades espirituales o los monjes que vendieron sus ferraris, o los ratones que se comieron el queso que le faltó a los adolescentes que se tomaron la sopa de pollo para sus jóvenes almas. No me importa, yo hubiera leído su libro. Aunque hubiera escrito hambre sin h, que sería ambre, que en fracés significa ámbar, el color de sus ojos.

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS, CAPITULO 2 EL DERECHO DE ESCRIBIR [LO QUE SEA] SIN COMPLEJOS DE EDAD NI TAPUJOS DE GENERO

Todos tenemos el derecho de escribir una novela. Comienzo este escrito con una reacción militante ante ciertos puntos de vista que realmente me provocan mareos, náuseas y escalofríos. Me refiero a la opinión de ciertos escritores consagrados, y unos cuantos académicos (como Rosa Montero, Arturo Pérez-Reverte, entre otros), quienes estipulan que la novela es un género que no debe ser trabajado por jóvenes.

El impulso de este ensayo fue una conversación que sostuve con una profesora del grupo de los “entre otros” mencionados en el paréntesis anterior. Me dijo que ella, como muchos académicos del patio, consideraba que la novela no es juego de niños, que es un género para la adultez, para la madurez, y que un joven debe esperar a tener la edad y madurez suficiente requerida para la escritura de una novela. Al escuchar estas palabras, la sangre se me concentró en las orejas. Me pasa siempre que me da vergüenza ajena o mucho coraje. Para responder a esto, me he propuesto darle largas al asunto, para no sólo compilar razones suficientes con las cuales debatir semejante sandez, sino para asimismo tener algo de distancia emocional sobre el asunto.

En primer lugar, he encontrado que todos los escritores y académicos empeñados en esta postura tan excluyente, son hispánicos. Esto es así, porque, adivínenlo, en el mundo de la literatura anglosajona la cosa no funciona para nada así.

En Estados Unidos e Inglaterra, escriben novelas quienes pueden hacerlo (Neil Gaiman, por ejemplo, comenzó su exquisita serie Sandman a mediados de sus veinte, trabajo que ha recibido premios como el Hugo y el Nebula, premios que, por cierto, son desconocidos por la mayoría de los autores y académicos hispanos, pero que, dicho sea de paso, gozan de un gran renombre internacional). Propongo que por una semana nos pongamos una venda a la literatura hispana, y nos dediquemos, por esa semana nada más, a ver qué se está haciendo en los mundos del libro anglosajón, japonés y europeo. A ver si podemos por fin quitarnos las gríngolas.

Encuentro que no hay una buena razón para explicar por qué un joven no debe escribir novelas. Siempre que se lo he preguntado a los defensores de este punto de vista, no me saben decir cuáles son sus fundamentos. Lo dejan a zonas grises que se deben interpretar intuitivamente. Bueno, quien no me sepa dar una buena razón, que se vaya al carajo. Yo soy escritor, y un excelente estudiante universitario. Merezco que se me trate de acuerdo con ello, dándome, cuando menos, un buen argumento, bien basado en un hilo de pensamiento lógico y coherente.

La edad y la madurez se fueron un día al río, y más pudo mi edad que mi madurez... o por ahí va la cosa, según pude interpretar. Me parece estúpido considerar el género de la novela como lo más excelso que puede escribir un ser humano. Debería ser el cuento, si nos podemos a analizar la gran aportación de los tres grandes monstruos hispanoamericanos de la cuentística del más acá: Horacio Quiroga, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Sin embargo, nadie nos critica por escribir un cuento; no se nos cuestiona. Pero que no to quemos la novela, eso es sacrilegio. Ya en este punto, pueden entender mi horror y mi furia.

La profesora antes mencionada, mas no nombrada, me dijo que debo esperar veinte años, porque la edad le quita a uno muchas cosas, pero le da algo muy valioso: la experiencia. Pero, ¿qué es la experiencia, verdaderamente, sino práctica sobre error, sobre práctica, sobre error, bla, bla, bla, ciclo repetido una y otra vez? Me parece realmente algo muy
idiota, a estas alturas del milenio siete, siglo veintiuno, año cinco, pensar que con la edad viene la experiencia. Entonces, ¿experiencia de qué, exactamente? (Estimado lector: si no entiendes de qué hablo, créeme: yo tampoco, hasta el día de hoy, entiendo muy bien qué diablos fue lo que me quiso decir la profe, tal fue su fallo al tratar de explicármelo.) Lo más interesante es que si este argumento, construido de manera tan abstracta , fuese cierto, entonces tendríamos que negar la existencia de una Carson McCullers, quien a los veintitrés años de edad escribió su primera novela y su más afamado y perfecto trabajo: The Heart is a Lonely Hunter. Tendríamos que negar también la existencia de un Herman Hesse (ése sí que no nos lo perdonaría desde su tumba), Premio Nóbel que a sus veintitantos años escribió su novela más famosa y más genial. Asimismo, si siguiéramos el argumento de los españoles Rosa Montero y Arturo Pérez-Reverte y no creyéramos en la genialidad de ciertos individuos sobresalientes en su período de niñez, tendríamos que borrar los nombres de Mozart y Beethoven de los archivos de la historia. ¿Por qué no de una vez enviamos a Mary Shelley y a Ana Frank (cuyo diario tiene todas las características de una novela) al carajo? Sí, hagámoslo, coño, porque los novelistas deben ser mayores de cuarenta. ¡Joder!

Volviendo al tema de la genialidad, que se me permita hacer dos aseveraciones. Yo, a mis veinticuatro años de edad, soy un joven novelista. He escrito hasta ahora (9 de marzo de 2005, a las 9:21pm) tres novelas, entre ellas una llamada El Nudo Celta (en vías de edición para publicación) y otra sustancialmente más larga, llamada Oz, que me parece un gran logro, no sólo por sus 376 páginas de extensión, sino también porque es genial. Ya que acabo de decir esto, permítaseme volver a mi concepción de la genialidad. Personalmente no me cierro a la posibilidad de que en algunos niños suceda esto. No creo en los niños índigo, ni nada parecido, pero pienso que el entrenamiento mental no tiene por qué necesariamente relacionarse con la edad. Tampoco la madurez, ni mucho menos la experiencia. Mi novela Oz es genial, no por haberla escrito yo, ni por su tamaño, sino porque en ella logré todo cuanto la mismísima historia, el argumento de la novela misma, me exigía. Para esclarecer este párrafo, que me ha salido muy mal, propongo esta definición del concepto genialidad: las manifestaciones logradas con la excelencia meritoria dentro de sus respectivas lógicas y coherencias. ¿Qué les parece?

Si escribir se trata de compromiso, conozco a muchos jóvenes escritores (entre ellos, este servidor, por supuesto) que le roban tiempo al sueño para poder escribir, y llevamos haciéndolo durante años. ¿Acaso se trata de eso? Si por ahí va la cosa, entonces Luis Rafael Sánchez cayó de categoría, asimismo Magali García Ramis, y otros escritores del patio, quienes llevan años sin publicar nada en ese género. Entonces llamen a Recursos Naturales o a la Red de Varamientos, qué sé yo, porque en este país, los novelistas estamos en peligro de extinción.

Todo esto me lleva a retomar el hilo inicial. No sé si alguna vez tenga el valor de decirlo con palabras habladas y de frente, pero, aun que debo reconocer que escribo tanto porque es una necesidad con letras mayúsculas, lo hago también porque soy paciente de VIH y, aún con los adelantos en la medicina, en los cocteles y en los tratamientos, no creo que tenga veinte años más de vida para comenzar a escribir mis novelas. No sé si esto les pasa a algunos de ustedes, pero yo tengo demasiado qué decir, y no me puedo morir antes de decirlo, y no me da la regalada gana de esperar a alcanzar una edad madura (sea lo que eso sea, porque yo, sinceramente no sé qué es) para meterle mano al género. No, el reto es ahora, no después.

Propongo esto: que cada escritor escriba lo que le salga del forro, que escriba novelas quien pueda hacerlo, y que los editores de las diferentes casas publicadoras no sean cabrones y se dejen de andar por ahí prejuiciados contra los jóvenes, cuando de novelas se trata. Mis dos mentoras en escritura creativa, Mayra Santos-Febres y Loretta Collins, me enseñaron algo muy valioso a la hora de escribir: saber cuándo mandar a la gente al carajo y desobedecer, pero hacerlo con debida justificación. En cuanto a mí respecta, seguiré escribiendo no sólo novelas, sino lo que me salga de mi santísimo cuero, cuando me dé la regalada gana. Después de todo, aquí en Puerto Rico no nos pagan por escribir, y son pocos los que nos dan la mano a los escritores. Queda del lector hacer la primera crítica. Queda del mismísimo tiempo hacer los juicios venideros.

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS CAP. 1 LOS FREAKS DE RIO PIEDRAS

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS
CAPITULO UNO
LOS FREAKS DE RIO PIEDRAS


Ayer un amigo mío me preguntó de dónde había sacado el personaje de Alz Heimer en mi cuento “El hombre del carnaval”. Pues bien, le dije, lo saqué de un freak de Río Piedras. Un 23 de enero de 2004, me bajé de la AMA, y me encontré, frente a la resi, a un viejo delgado y de rostro enjuto (a Enrique Laguerre siempre le gustó esa palabra), bien vestido (llevaba pantalón, gabán, corbata, camisa blanca y sombrero en su mano como si pidiera perdón, o como el gato con botas de Shrek II) y con la mirada perdida en el horizonte. Pero lo más interesante del doñito era la herida asquerosa que tenía en la frente, como si alguien le hubiera pegado un tiro en los sesos, y el viejo, como la cucarachas y Cher, se negase a morir. No era una llaga, y aquí me voy en el viaje de los físicos astronómicos, porque para describir aquella cosa hay que ponerse poético. Parecía una cáscara de cicatriz, del tamaño de una vieja moneda de cincuenta centavos, de color verde amarillento. Y el viejo caminando muy despacio, como entre frecuencias que uno jamás puede o podrá adivinar, muy despacio mirando al infinito, a través de todo y todos, preso de un mensaje de hombrecitos verdes del espacio, o voces de comando, o mensajes destinados a encuentros del tercer tipo. La cáscara verde parecía el lugar de donde saldría su cilindro mágico, no como en Donnie Darko, que sale del vientre y conduce a los esqueletos dentro del clóset de tus padres. Y todavía nadie me cree que sólo se tiene que ir al casco de Río Piedras y aparecen como en circo.

Pues bien, había una vez un hombre excesivamente alto, como de siete u ocho pies, no miento, lo juro por dios con letra minúscula, que parecía hacer temblar la tierra cada vez que caminaba, salvo por el hecho de lo finito que era. Parecía sacado de una pintura de Dalí, “Los elefantes asesinos” o algo así. Era un hombre cuya presencia sobrecogía de terror. Ese mismo día seguí caminando, y escuché una exquisita voz de mujer soprano. Cuando volteé a averiguar su lugar de procedencia, me encuentro con que se trataba de un borrachito, que cuando sonaba la caneca de ron, se tiraba acordes tres octavas más arriba que Mariah Carey. Nadie me creería si les digo que al otro lado de la esquina, una mujer que carecía de sus facultades mentales acariciaba y hablaba con un muñeco de juguete como si fuera su hijo. El grito lo pegué yo en el cielo, cuando la mujer se sacó una teta y lo puso a lactar. La gente horrorizada trataba de huir de la escena, pero era como un hoyo negro del cual no puedes escapar no importa cuántas cuadras camines en dirección opuesta. Sólo estaba la teta y el muñeco de juguete chupando su consabida leche. Pero quizás la mujer era una activista pro lactancia, rechazada de Brookstone de Plaza las Américas, que estaba haciendo un performance como acto de protesta. Eso nunca lo sabremos.

Esta ciudad tiene sus escondites y tiene sus monstruos, créanme, basta ir a Río Piedras y ver a los hombres con muletas cuyas piernas viradas en forma de uves los hacen ver como ranas humanas. O el millón de cojos, mancos y veteranos desmembrados que hacen recordar a “Management”, de la serie de HBO Carnivàle. Río Piedras, y hago la comparación inmediatamente, es una realidad alterna que nos llegó desde la era de los años treinta y la Depresión en Estados Unidos, y que nunca pudimos superar. Doy gracias a dios por ello. Con letra minúscula.