Friday, April 15, 2005

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS CAP. 1 LOS FREAKS DE RIO PIEDRAS

EL OLOR ENTRE LAS PIERNAS
CAPITULO UNO
LOS FREAKS DE RIO PIEDRAS


Ayer un amigo mío me preguntó de dónde había sacado el personaje de Alz Heimer en mi cuento “El hombre del carnaval”. Pues bien, le dije, lo saqué de un freak de Río Piedras. Un 23 de enero de 2004, me bajé de la AMA, y me encontré, frente a la resi, a un viejo delgado y de rostro enjuto (a Enrique Laguerre siempre le gustó esa palabra), bien vestido (llevaba pantalón, gabán, corbata, camisa blanca y sombrero en su mano como si pidiera perdón, o como el gato con botas de Shrek II) y con la mirada perdida en el horizonte. Pero lo más interesante del doñito era la herida asquerosa que tenía en la frente, como si alguien le hubiera pegado un tiro en los sesos, y el viejo, como la cucarachas y Cher, se negase a morir. No era una llaga, y aquí me voy en el viaje de los físicos astronómicos, porque para describir aquella cosa hay que ponerse poético. Parecía una cáscara de cicatriz, del tamaño de una vieja moneda de cincuenta centavos, de color verde amarillento. Y el viejo caminando muy despacio, como entre frecuencias que uno jamás puede o podrá adivinar, muy despacio mirando al infinito, a través de todo y todos, preso de un mensaje de hombrecitos verdes del espacio, o voces de comando, o mensajes destinados a encuentros del tercer tipo. La cáscara verde parecía el lugar de donde saldría su cilindro mágico, no como en Donnie Darko, que sale del vientre y conduce a los esqueletos dentro del clóset de tus padres. Y todavía nadie me cree que sólo se tiene que ir al casco de Río Piedras y aparecen como en circo.

Pues bien, había una vez un hombre excesivamente alto, como de siete u ocho pies, no miento, lo juro por dios con letra minúscula, que parecía hacer temblar la tierra cada vez que caminaba, salvo por el hecho de lo finito que era. Parecía sacado de una pintura de Dalí, “Los elefantes asesinos” o algo así. Era un hombre cuya presencia sobrecogía de terror. Ese mismo día seguí caminando, y escuché una exquisita voz de mujer soprano. Cuando volteé a averiguar su lugar de procedencia, me encuentro con que se trataba de un borrachito, que cuando sonaba la caneca de ron, se tiraba acordes tres octavas más arriba que Mariah Carey. Nadie me creería si les digo que al otro lado de la esquina, una mujer que carecía de sus facultades mentales acariciaba y hablaba con un muñeco de juguete como si fuera su hijo. El grito lo pegué yo en el cielo, cuando la mujer se sacó una teta y lo puso a lactar. La gente horrorizada trataba de huir de la escena, pero era como un hoyo negro del cual no puedes escapar no importa cuántas cuadras camines en dirección opuesta. Sólo estaba la teta y el muñeco de juguete chupando su consabida leche. Pero quizás la mujer era una activista pro lactancia, rechazada de Brookstone de Plaza las Américas, que estaba haciendo un performance como acto de protesta. Eso nunca lo sabremos.

Esta ciudad tiene sus escondites y tiene sus monstruos, créanme, basta ir a Río Piedras y ver a los hombres con muletas cuyas piernas viradas en forma de uves los hacen ver como ranas humanas. O el millón de cojos, mancos y veteranos desmembrados que hacen recordar a “Management”, de la serie de HBO Carnivàle. Río Piedras, y hago la comparación inmediatamente, es una realidad alterna que nos llegó desde la era de los años treinta y la Depresión en Estados Unidos, y que nunca pudimos superar. Doy gracias a dios por ello. Con letra minúscula.

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