Monday, March 19, 2007

El Olor entre las piernas, cap. 87 "Amor Gay", de Arturo Pérez-Reverte

El Olor entre las piernas, cap.87

“Amor Gay”, de Arturo Pérez-Reverte

Hace ya un par de años o más, Arturo Pérez-Reverte, amigo de Mayra Santos, vino a la isla a promocionar una de sus aventuras de Alatriste. En aquel momento, yo cursaba el taller de narrativa de Mayra. Ella nos instó que fuéramos al conversatorio que tomaría lugar en la Sala A de Humanidades. Todo transcurrió normal, común y corriente, como cualquier conversatorio, hasta que a alguien se le ocurrió preguntar la pregunta que dio origen a este recorrido, que es El Olor Entre Las Piernas: Sr. Pérez-Reverte, ¿qué le aconsejaría usted a los jóvenes que quieren escribir una novela? A lo que el escritor contestó algo así como que el no cree que un joven tenga la madurez necesaria para escribir novelas, porque las novelas requieren una experiencia de vida y calidad de madurez muy por encima de la que pueda tener un joven, y parafraseo pero no miento. Me paré de mi silla y me fui. Rosalina, mi mejor amiga y autora de su primera novela inédita Los invisibles andaba conmigo, creo que ella también se paró y se fue.

Nunca más volví a pronunciar el nombre de ese escritor. No quise leer más sus libros, que tanto me habían gustado hasta ese momento, ni quise leer sus nuevos. No los quemé, pero los regalé todos. Ya no significaban lo mismo, ya nunca más podría leerlos y ver la trama, sólo vería a un escritor consagrado y profundamente ególatra crucificándome por osar meterle mano a un género que no me pertenece. Para aquel entonces, yo ya había escrito El Nudo Celta (en su versión en inglés Celticknots, para la clase de Loretta Collins, para la cual Rosalina había escrito The Invisibles, que comenzó como un cuento y se fue convirtiendo en novela), y aunque predicaba que me resbalaba lo que decía Pérez-Reverte, que lo decía y dice también Rosa Montero, y que ratifica Mayra Santos, me dolieron tanto esas palabras, que tuve que escribir mi segunda novela Oz. Lo que viene al caso es que me olvidé de esos autores, inclusive, le guardé algo de rencor a Mayra, mi mentora de aquel entonces, por prestarse para ello. Pero, como la mayoría de las cosas que pasan en la IUPI, le di pichón y lo guardé todo en la parte de atrás de mi cerebro. Hasta que recibí un e-mail de Moisés Agosto-Rosario, sobre una columna que Pérez-Reverte escribió sobre el amor gay, y que reproduciré al final de esta columna.

En ella, Pérez-Reverte describe una noche en barco por las aguas de Venecia, y cómo estos dos hombres se pasaban cariño y calor con la más sutil de las artes. Dice que estaban sentados pegaditos de los hombros. En un momento en que el barco se estremeció, estos dos hombres se intercambiaron una sonrisa rápida, como un beso. Dos tipos con suerte, dice Pérez-Reverte, y yo no dejo de pensar en que este autor que por varios años odié tanto, de repente se redimiera ante mí de manera tan honesta y tan humilde. Les invito a que lean la columna, porque es maravillosa, así como también les invito a que reflexionen sobre ella y hagan las conexiones con el nuevo Código Civil.

Personalmente, tengo varios asuntos en lo que reflexionar y los cuales resolver. Le perdono a Pérez-Reverte su sentencia de que los jóvenes no puedan escribir novelas, después de todo, yo ya la transgredí, y asimismo lo hizo Roncagliolo, Carson McCullers y muchísimos otros. Si me dan a escoger entre ser escritor y se homosexual, no sé honestamente cuál escogería, pero sé cual de los dos aspectos me vino natural y cuál aprendí. Me gusta que un tipo heterosexual con tanto cerebro defienda lo que yo soy, y le agradezco públicamente que se haya tomado la molestia de pensar, de sentarse a escribir sobre algo que es universal, porque el amor, sea gay o straight, es universal, es química, respuestas eléctricas que llegan al cerebro de la misma forma, por las mismas neuronas y nervios, y que se filtran por el conocimiento resultando en escalofríos, sudores, latidos rápidos e incesantes y ojos que se viran hacia adentro.

Otra cosa que me queda por decir es que con el nuevo Código Civil, todavía sigo sintiéndome como un ser humano incompleto. Los que lo redactaron debieron haber hecho la osadía de una vez y por todas, incluir el matrimonio gay y lésbico, no relegarlo a una mera unión de hecho. Pero bueno, por lo menos, aunque sigo incompleto porque no me puedo casar con mi “pariente”, ahora podré ser un ser humano sustancialmente menos incompleto.

A continuación la columna de Arturo Pérez-Reverte:

Amor Gay
Por Arturo Pérez Reverte


Nunca antes me había fijado en la cantidad de
parejas homosexuales que se ven paseando por
Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a
la orilla de los canales, cenando en los pequeños
restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de
dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente
discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado.
Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en
el caso de estas parejas siempre me encanta
sorprender sus gestos comedidos de confianza o
afecto, el reparto convencional de roles que suele
darse entre uno y otro, la ternura contenida que a
menudo sientes flotar entre ellos, en su
inmovilidad, en sus silencios.

Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del
vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al
Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los
pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de
la embarcación había una pareja, hombre y hombre,
cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos,
apoyando discretamente un hombro en el del
compañero, en un intento de darse calor. Iban
quietos y callados, mirando el agua verde-gris y el
cielo color ceniza. Y en un momento determinado,
cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la
gama de grises del paisaje se combinaron de pronto
con extraordinaria belleza, los vi cambiar una
sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una
caricia.

Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé.
Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos
allí, en aquella tarde glacial, a bordo del
vaporetto que los llevaba a través de la laguna de
esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé
cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en
ese momento por aquella sonrisa. Largas
adolescencias dando vueltas por los parques o los
cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes
se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados
en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la
calle soñando con un príncipe azul de la misma edad,
para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos
de asco y de soledad. La imposibilidad de decirle a
un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa
voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo
más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando
apetece salir, conocer, hablar,
enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un
bar, verse condenado de por vida a los locales de
ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone
empastillados, reinonas escandalosas y drag queens
de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga
mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre
de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la
sordidez del urinario público.

A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo
entero, que debe de ser un homosexual que consigue
llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a
esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar,
juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete,
en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría,
de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo
como si tal cosa,
sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la
calle a volarle los huevos a la gente que por activa
o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue
destrozando la de los chicos de catorce o quince
años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo
igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los
mismos chistes de maricones en la tele, el mismo
desprecio alrededor, la misma soledad y la misma
amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes,
a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos,
sin estridencias pero también sin complejos, seres
humanos por encima de todo. Gente que en tiempos
como éstos, cuando todo el mundo, partidos,
comunidades, grupos sociales, reivindica sus
correspondientes deudas históricas, podría
argumentar, con más derecho que muchos, la deuda
impagada de tantos años de adolescencia perdidos,
tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber
cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta
afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en
lo intelectual,
sino en lo puramente humano, se encuentra a un
nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en
todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la
pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro,
hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y
olvidarlos, me pregunté cuántos fantasmas
atormentados, cuántas infelices almas errantes
no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por
estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia,
dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.

Sunday, March 11, 2007

El olor entre las piernas, Cap. 86 Britney

El olor entre las piernas, Cap. 86 Britney

A mí Britney Spears me da miedo. Y mucha risa. Tengo que confesar que cuando leí sobre su atentado suicida, me encontraba en Centro Médico esperando que me atendieran. Llevaba desde las 5:05am en el hospital. Eran las 2:57pm y todavía no me había atendido. Leer la noticia de Britney una y otra vez fue lo único que evitó que me volviera loco ese día. Leía una y otra vez que Britney se había tratado de tatuar el número 666 en la cabeza, que ya tenía afeitada desde que ingresó en la clínica desintoxicadora de estrellas cinco estrellas en Malibú, pero que sólo consiguió tatuarse el 66, y que frustrada, salió corriendo y gritando que ella era el Anticristo. Me imagino que el Anticristo del patio, el tipejo ese de Ponce, quien seguramente se jacta de que Ponce es Ponce, y él es él, se enfureció, y probablemente salió a tatuarse el 666 en el culo, que creo que es donde le falta.

A mí estas cosas de cultos satánicos y gente que se proclama el Anticristo, me causo alguito de miedo el parte más atrás de mi cerebro. Debe ser que todavía me creo el cuento Testigo de Jehová de que “este sistema de cosas se está acabando”, o que “el Armagedón está por venir”. Debe ser que cada vez veo cómo la gente que no piensa es la que sube al poder, la gente que realmente no tiene valores son los que están en puestos encumbrados, y me pregunto yo, si la muerte de Anna Nicole Smith tendrá algo de profético.

Ayer, un día después de la saga de Centro Médico, fui al oficina del correo. De camino, había unos muchachitos de la escuela superior de más arriba del correo, tratando de bregar con una goma vacía. Me estacioné, me bajé del carro, abrí el baúl, y cogí mi gato y las llaves para operarlo. Fui adonde ellos. El dueño del carro, un nene de cuarto año, y sus cuatro amiguitos, que estaban cogiendo pon con él, se encontraban tratando de cambiar una goma vacía. Pero cuando me di cuenta, el carrito tenía en realidad tres gomas vacías. Demás está decir que me puse a ayudarlos, quitando las gomas una a una, y llevándolas a la gasolinera, que se encontraba localizada en la esquina de ese bloque, en la luz a mano izquierda. Sucede que una de las gomas no tenía remedio, porque hay una pega que sella la goma al aro, para que el aire no se escape, y esa pega se había salido, lo cual encontré también muy profético, y muy macrometafórico. Pero las otras dos gomas estaban bien, y la que estaba jodida la montamos en el baúl del carro, y la cambiamos por la repuesta. En ese proceso, pasó un hombre mayor en un carro y nos gritó que nos moviéramos “pal’ carajo porque estábamos en el cabrón medio”. Yo le grité que se bajara del carro y que me lo dijera de frente. El tipo se fue callado. Luego vino un policía municipal y repitió la hazaña del viejo cabrón. Yo le dije que por qué nos quejábamos tanto los adultos que la juventud no tiene valores, si nosotros no se los enseñamos, porque es precisamente en este tipo de situaciones en las que uno aprovecha y enseña cómo se hacen bien las cosas. Yo entiendo que los valores más importantes de esta sociedad son los siguientes: el amor, la paz, la justicia social, la igualdad y la solidaridad. En el amor hay muchos otros valores contenidos, pero aquí en la isla, y en la madre tierra estadounidense, mucha gente se llena la boca hablando de la tolerancia, y a mí me da grima. La tolerancia a mí me parece un valor muy pendejo. Es frágil y truculento. Yo prefiero la aceptación y la solidaridad. No es suficiente tolerar a los demás, sean homosexuales, lesbianas, prostitutas, católicos (que bastante joden ya de por sí), Testigos de Jehová (ditto), pentecostales (ditto), drogadictos, narcos, blancos, negros, supuestamente-indios, etc. Hay que hacer más, incluso con la supuesta tolerancia generacional que debemos tener. Hay que aceptarlos, porque este mundo será pequeño, pero hay espacio para todos, para los de mediana edad, para los niños, para los viejos, y para los jóvenes. Me tuve que quedar callado, porque el policía tenía cara de que su mujer no le había dado el canto la noche anterior, y parecía que iba a cometer un acto de brutalidad policíaca y yo no me iba a prestar para ello. Seguí cambiando la goma y cuando terminé, acabé engrasado de pies a cabeza, pero me veía sexy, y el muchachito me lo agradeció con un alivio profundo, que se le podía ver en los ojos.

Anna Nicole Smith estiró la pata. A Britney parece que le afectó que su amiga muriera. Salió gritando que quería que Kevin Federline volviera con ella y le diera otro hijo. Pero también gritó que era hija del demonio, aunque se quedó en 66. ¿Qué podemos aprender es esto? Nada. ¿Qué puñeta se puede aprender de todo esto?

Wednesday, March 07, 2007

El olor entre las piernas, Cap. 85 Talleres

El olor entre las piernas, Cap. 85 Talleres

Desde que me mudé para Coamo, mi vida literaria ha ido en descenso. Creo que mis lectores de esta columna no deben haber notado. Sólo hace unos días fue que me volvió el “surge”, creo que por culpa de los fuegos de Coamo, del área sur, o simplemente ante la amenaza de una sequía severa. Y es que mientras el mundo de afuera se seca, el de adentro se vuelve tiernamente húmedo.

Eso comencé a suplicar tan pronto como pasó enero y llegó febrero con sus fuegos de Coamo, que se han estado extendiendo hasta Guánica y Cayey. Los otros días pasaba por la carretera principal de Coamo a Santa Isabel, y frente al campo de golf, por Orestes II Bar & Grill, las lenguas de fuego eran como líneas iridiscentes en el día que seguían mascullando la hierba aún de noche, enviando cenizas como nieve, dejando un gran estratocúmulo extendiéndose por toda el área sur. Al otro día, un mini tornado, realmente un remolinito de brisa, ni siquiera viento, moviendo la ceniza de los montes quemados como el pequeño dedo de un dios burlón. Y yo no puedo hacer más que preguntarme ¿cómo puede la gente vivir así?

Con febrero abrió también el taller de creación literaria en la IUPI de Ponce. Conocí a la profesora María Teresa Miranda, un ser genial que comparte las mismas obsesiones con el lenguaje que tengo yo, así como la misma compulsión por escribir. Es una mujer de mucho cabello negro, peinado y ordenado, no como las “hair-women”, mujeres pensadores estadounidenses de cabellos desgreñados. Me agrada mucho María Teresa. Se puede conversar con ella de todo, y en una institución que no es más que una escuela superior, eso se agradece.

El taller es bien sacrificado. De repente, así de primera impresión, yo fui no más para poner mi filmo-, pina- y biblioteca al servicio del taller, que no es un curso institucionalizado, sino más bien un conjunto de bellos seres espirituales y espirituados que sacrifican su hora de almuerzo cada martes y jueves, para mejor almorzar literatura. Y cuando digo conjunto, soy muy condescendiente, o creo yo que lo soy, según mi background de río piedras. Este taller no es un manantial, como los talleres de escritura creativa de la IUPI de Río Piedras. En realidad somos cinco personas los más constantes: la profesora, yo (que llegué de presentao, como siempre), Heidi, Joan (que tienen mucho talento como poetas y narradoras, si logran desarrollarlo) y una gordita bien chula que me cae super bien y cuyo nombre no sé, y la cual es excelente narradora.

El taller no es algo planificado, aunque yo estoy apelando y tratando de hacerlo lo más clase, lo más curso que sea posible. Pero nos gana la sequía. Es difícil echarle la culpa de la ausencia de escritores a los estudiantes. Es más factible echársela a la universidad misma, que tiene su única biblioteca cerrada y secuestrada. Es más real culpar asimismo a la comunidad, al pueblo mismo de Ponce, que no tiene como prioridad crear una biblioteca pública, más sí jactarse de un pasado de gloria, bien passé, que continúan perpetuando cada vez que dicen que “Ponce es Ponce y lo demás es parking, San Juan es parking de impedidos y Bayamón es parking de embarazadas”. En este pueblo no hay un Borders, tan siquiera, aunque llevan años hablando de la posibilidad de establecer uno. y yo, sigo sin empleo y sin dinero, sin poder sacarle copia a toda la poesía que tengo de la gente que escribe ahora, a la usanza de Loretta Collins, quien nos hizo un manual de cuentos que fotocopió ella misma para nuestro taller.

Ponce es seco. Esa es la primera impresión que me deja y la más duradera. Pero si acaso todo el rocío que le llega de Coamo y pueblos adyacentes se condensa y materializa en una sola gota, que a su vez sea una sola palabra, entonces habrá esperanza para este taller. Y yo, sigo cuestionándome, como siempre, quién soy yo para hacer semejante juicio valorativo de este grupo, al que ya pertenezco. ¿No tendré yo mismo la culpa, por no hacer más? Hasta que se acabe la Cuaresma y llegué la estación de lluvia, será sólo con palabras que humedezcamos nuestras almas, a ver si el polvo, los mini tornados y la ceniza no acaban con la poca voluntad que nos queda de escribir.

Thursday, March 01, 2007

El olor entre las piernas, Cap. 84 La gente de mi pueblo adoptado

Los años de escritura creativa me han enseñado que a la hora de describir un lugar, la forma más “chula” de hacerlo es a través de su gente. En Coamo, no basta con ir a los baños de aguas termales, tan ricas que son, ni con ir una vez al año al Maratón de San Blas. Hay que ir al gimnasio del pueblo, tempranito por la mañana y sudar la angustia con los viejitos del programa Sneakers, para luego salir a mediodía y sentarse a hablar con alguien en la plaza. Con una persona al día basta. Hay material para escribir que no se acaba nunca.

Hoy caminaba por la plaza; acababa de salir del gimnasio y estaba muy cansado. Iba despacio porque no había desayunado. El guardia municipal, quien curiosamente portaba un uniforme azul marino en vez del tradicional verde “gandul” me observó con curiosidad, para luego voltear la mirada rápidamente y seguir concentrado en su vigilancia. Dos nenes corrían y luego se deslizaban en sus Hillies, con una maestría que daba envidia. Sonreí, porque yo, a mis 26 años de edad, me dio con comprarme unos Hillies, y aunque no me veo ridículo corriendo y deslizándome en ellos, me da vértigo. Cosas de cambio de edad.

Más adelante, sentada en uno de los bancos, estaba una mujer mayor fumando. Soy fumador social, entiéndase que nunca me compro una caja de cigarrillos, pero cuando veo a alguien fumando me entra la angustia que se suponía que tenía que dar en el gym, y obligatoriamente tengo que pedir un cigarrillo y compartir el momento con el bondadoso o la generosa del día. Creo que he probado todos los sabores de todas las marcas que se venden en Puerto Rico, como si fuera un catador de vinos.

“¿Son suyos esos nenes?”, le pregunto. “No, pero me da miedo que se vayan a dar una matá”, me dijo, sonriendo entre bocanadas y donitas de humo, porque la señora (a quien llamaré Doña Gina, porque tenía cara de llamarse Gina), era toda una maestra en el arte de fumar grandes bocanadas. Hay gente que aspira el humo y se lo queda en la boca, para luego botarlo. Según Doña Gina, que luego me dijo que usualmente no fumaba cigarrillos, sino habanos, el humo se respira como si fuera aire, como cuando uno pasa por la Avenida Luis A. Ferré en dirección a Ponce en plena Cuaresma, cuando los irresponsables le pegan fuego a los montes en Coamo, Guayama, Salinas, y pueblos limítrofes. “Así es que se fuma”, me dijo, “hay que meter el humo pa’ dentro, porque si no, ¿para qué fumas?”.

“¿Me regala un cigarrillo?”
“Claro, m’hijo. Hay que compartir el vicio.”
“Gracias.”
“Ay, Dios mío, esos nenes, se van a dar una matá.”
“Esas matás son buenas. En bicicletas, en patines, en caballos…” –dije yo.
“Yo me di una en caballo.”
“¿De veras?”
“Hace como diez años atrás, porque yo cabalgaba con mi familia, dos días antes del Maratón de San Blas. Nos íbamos en caballo como un ralley por todo el boulevard hasta la plaza. Éramos como más de doscientas personas a caballo. Yo me caí de mi caballo y se formó un sal pa’ fuera… Nunca más volví a montar caballo. Y desde entonces no he parado de fumar” –concluyó esta mujer con su cigarrillo como habano, con un aire de “Goyita” de Tufiño, una dignidad que sólo se puede ver en las arrugas, que son como surcos, o como cicatrices que dejan los incendios en la tierra vistas desde un helicóptero.

Le di las gracias por el cigarrillo nuevamente, porque en Coamo las cosas se agradecen por dos, y me retiré, pensando en que de aquí a diez años en este pueblo y en el país entero, ya nadie se sentará a hablar en las plazas. Nadie tendrá tiempo o ganas. Y nos vamos a desconectar de lo que nos hace humanos. Sólo espero que haya gente fumando por ahí en alguna esquina. Pedir amablemente un cigarrillo siempre es una buena excusa para conectar.