Friday, October 07, 2005

El olor entre las piernas, Capítulo final de la Primera Parte, El olor entre las piernas

El olor entre las piernas
Cap. Final de la Primera Parte
El olor entre las piernas

A mi hermano Moisés Agosto


Este final me ha dolido demasiado. Lo he escrito ya cuatro veces y todavía no creo que me salga. “Escribe desde ese dolor, David Caleb, y serás un gran escritor”, palabras de Moe, mi querido Moe, mi amigo Moe, mi amante hermanito mayor Moe.

He decidido terminar este libro por tres razones. Primero, que estoy harto de culpar a la ciudad y al país, con todo lo jodidos que están, de la soledad que tengo pegada a la piel como alquitrán, como brea caliente que me come la epidermis lentamente, para que después un pendejo me vacíe un almohadón de plumas encima. Segundo, que este tratado, como todo libro de búsqueda, y éste no es la excepción, debe terminar frente a un espejo. Tercero, que ese espejo tiene nombre y se llama Moe.

A Moe lo conocí cuando se mudó para Puerto Rico hace mes y medio. Estaba muy ilusionado porque me había encantado uno de sus cuentos que aparece en una antología en la que salgo yo. Mis panas del taller de Mayra me lo presentaron en la librería. Y enseguida congeniamos. No diré los pormenores de mi relación con Moe, porque no vienen al caso. Lo único realmente importante, es que Moe y yo encontramos tanto terreno en común, desde el diagnóstico de VIH, hasta el de shingles; tantas experiencias compartidas, tanta similitud inmediata, que rápidamente nos dimos cuenta de que éramos un reflejo el uno del otro. Moe es lo que yo seguramente seré cuando tenga 37 años, y él me ve, y se ve a sí mismo cuando tenía 25, aunque siga pensando, por alguna razón que me evade, que tengo 22.

Para poder hablar de Moe, tengo que finalmente hacer lo que he estado posponiendo por tantos capítulos: ser honesto y hablar de mi familia. Los que me conocen saben que soy de Hartford, los que me han oído hablar inglés saben que tengo acento quasi británico (todo en mí es secondhand, ya deberían saberlo), pero pocos saben por qué. Mi padre era mitad puertorriqueño, mitad inglés, pero era un completo padre ausente. Él estaba allí solamente para decirme que no a todo lo que yo pedía. No puedes salir al parque porque es peligroso. No puedes jugar con el vecino porque tiene malas mañas. No por esto. No por aquello. No. No. No. Mi madre me amaba muchísimo hasta que finalmente me preguntó si yo era gay. Y es que no tuve un proceso de salir del clóset porque realmente nunca estuve allí. Yo era de esos niños precoces que siempre hacía dibujos de penes erectos detrás de la Biblia, del Cántico de Alabanzas a Jehová, en las paredes de los cubículos del baño, en las libretas que sabía que mis maestras iban a corregir, en especial la de ciencias, que era la de Mr. Jules, mi maestro de 6to grado. Tuvo que preguntármelo la buena de mi madre. Y tuve que decirle que sí porque siempre lo supe, aunque era Testigo de Jehová, me habían enseñado a querer a Jehová, y nunca había creído realmente en él. Era una doble vida que sé, ahora que lo pienso bien, que llegué a conciliar magistralmente en algún momento, aunque ahora mismo no sé, ni me acuerdo cómo.

Mi hermano mayor, Oliver, me rompió la nariz por ello. Y dos costillas. Eso fue a mis 14 años de edad. Ese mismo año me gradué de escuela superior, bien estofonamente. Durante ese largo verano cumplí los quince, y mientras pasaba el rito de hacerme hombre, curando heridas físicas y hemorragias internas, y a lo que esperaba que me pudieran remover los puntos de sutura, mi mamá me ayudó a hacer los trámites para venir a Puerto Rico a estudiar, tener beca y hospedarme. Fue lo último que hizo por mí antes de que ambos nos sumiéramos en un mutis que duró 4 años. Fue bueno que mi padre hubiera muerto el año anterior a todo esto. No creo que lo hubiera soportado.

Vine a Puerto Rico a estudiar y a terminar de hacerme hombre. Vine a ser libre y la libertad me hizo puta. Se me subió a la cabeza como se le sube la sidra a un bebé. Estaba solo y podía sacarle partido a la situación, así que hice de mi misión en la vida tirarme cuanto macho encontrara en los baños de la UPR de Humacao, y las duchas del Complejo Deportivo. Pero eso no fue suficiente, porque en Humacao casi no había ambiente gay. Así que por dos años completos comencé a autoflagelarme con la soledad, porque sabía que estaba solo en un país que me había visto nacer y crecer hasta los 4 años de edad, pero que se me antojaba foráneo, extraño y muy hostil. Humacao era hostil con el poco flujo de cultura que tiene la universidad, que en aquellos momentos era más una atalaya de pentecostales que un centro de estudios universales.

Hice lo increíble por mudarme a Rio Piedras. Para aquel momento ya tenía el “Buga”, mi carcachita gris (Mazda 323 1984) que me llevaba a todos lados. Junté la poca ropa y los muchos libros y me largué a la capital, haciendo el mismo pendejo recorrido que un siglo antes había comenzado la gente tan pobre como yo, que no tenía nada de culpa de terminar como personajes de una literatura tan estancada, insípida e infértil como la que dominaba en el país antes de la generación del 80.

No me mudé de inmediato a la Resi de adentro de la IUPI. En vez de ello, me mudé con un novio que no me quería para nada, justo al lado del pub El Ladrillo, al otro lado de la Ave. Universidad, cruzando la Ave. Muñoz Rivera. Se llamaba Héctor y era Wicca. Nunca olvidaré sus ojos azules. Bollocks! I’ve always been a bloody sucker for blue eyes. Y las orgías a las que me inició. Y todos los machos que nos tiramos juntos. Y todos los que se tiró sin consultarme, en nuestra maldita cama, que no era otra cosa que un trapo de caucho viejo lleno de cangrejitos de scabbies. Y todos los que me tiré yo en la Universidad a escondidas, porque es que siempre he sido una puta, y ya reza el dicho “once a whore always a whore”. Nunca olvidaré que el concepto entero del olor entre las piernas se lo debo a él, porque su sudor apestaba literalmente a vómito de perro y ropa de deambulante. Y se me hizo un olor demasiado familiar en Río Piedras, un olor que me perseguiría por siempre.

Luego de ello, sobreviví gracias a un amigo, que por cierto me tiré una noche, y nunca volvimos a hablarnos luego de ello. Después de aquella noche dormí en el piso hasta que conseguí un cupo en la Resi de adentro de la universidad.

Ese semestre me hice amigo de un muchacho que hoy odio con todas mis fuerzas, no tanto como a Héctor, pero Armando me gustaba mucho y soy tan puta que estuve ahí jodiéndolo hasta que me lo tiré. Entonces, me mandó al diablo, porque lo había hecho bajo presión y esa había sido su primera experiencia sexual. Entonces, me maldije a mí mismo una y otra vez, con malaspalabras puertorriqueñas, británicas, irlandesas y otras que venían a la mente en lenguajes extraños que todavía me acosan y me engañan diciéndome que son palabras en la Lengua del Origen. Me odié mucho ese semestre, y para demostrarme cuánto me tiré a más de ciento cincuenta hombres en los baños de la Universidad, porque como buena puta no me importaba si eran viejos, nenitos o gente de mi edad. A veces les pedía alguna aportación monetaria, cuando estaba bien arrancao. A veces pedía comida. No era fácil compartir un cuarto con cinco roommates, que muchas veces te comían la comida, te vaciaban la compra del clóset, que siempre dejabas con candado y lo encontrabas roto, tirado en el piso. Tan pronto pude, solicité cambio para Torre del Norte.

Entonces me odié más por querer hacer una familia de mis amistades. Si funcionaba en Queer as folk, ¿por qué no podía funcionar conmigo? Si después de todo, la verdadera familia es la que uno hace con las buenas amistades. La razón es simple: porque tanto karma acaecido por ser tan puta, me tenía que joder tarde o temprano. Y me refiero a que siempre he sido y todavía soy un buen pendejo. Todos, hasta mi pariente, me dicen que en una relación afectiva siempre hay alguien que ama más que el otro, y que en todas mis relaciones ese alguien soy yo. Pero, ¿qué culpa tengo yo de estar tan solo? Es ese maldito olor entre las piernas, que me equivoco al decir que me lo dejó Héctor, porque me lo dejó mi madre cuando nos despedimos en el aeropuerto de Hartford a finales del verano del 95’. Era un olor a viejo, a podredumbre asimilada, a alquitrán hirviendo cuando quema piel y carne humanas. Y a almohadón de plumas.

Moe me ha ayudado a verme en el espejo de sí mismo. ¡Qué mucho nos han jodido la mente con esto de las religiones! Él con su trasfondo Mita, y yo con el mío Testigo de Jehová. No es justo. Me enseñaron que las amistades son sagradas, que son algo místico que trasciende, y yo creo que él y yo somos los únicos que verdaderamente nos damos cuenta de ello. Nos enseñaron que el amor era divino, que era sacrosanto y que había que honrarlo, cuando fue el amor precisamente lo que me llevó a ser puta, porque el que se cree que puede tirarse más de dos mil hombres en diez años (puedo asegurar que por ahí va la cifra sin exagerar) sin dejarles algo de sí a cada uno de ellos está muy equivocado. Porque ahí está el verdadero pecado de ser puta: el alma se divide, y la gente se lleva hilos de ti que no puedes halar de vuelta más nunca, porque San Juan no es Grecia, y Río Piedras no es el laberinto del Minotauro, aunque parezca a veces que sí. Nos han jodido a mí y a Moe. Nos han abusado sexualmente de pequeños (cuando nuestros cuerpos aún no podían aguantar un bicho adulto en el culo), nos han metido el cuento de que nuestro VIH es castigo de un Dios mezquino del cual no podemos escapar, y sobretodo nos han dicho que no tenemos adónde ir y que estamos solos en esta maldita ciudad, que es tan linda y tan bella, tan chulita y tan tierna cuando puede serlo, llena de gente tan hermosa que no sabe que lo es, porque si lo supieran de nada valdría el concepto de ciudad. Nos ha sodomizado la ciudad a mí y a mi Moe. ¡Y puñeta no es justo!

Moe me hizo ver que doy más cariño del que me dan a mí, esperando más cariño en retorno, porque he estado tratando de tejer mi tribu con hilos de lana, mientras por otro lado la apatía de la ciudad se los come como la llama de un lighter. Como las garras de un gato que le gusta jugar con las bolas de hilo de lana, deshaciéndolas con coraje.

Estoy muy molesto conmigo mismo por ser tan estúpido. Por no entender que estoy solo y que la base de mi noble religión budista es dejarme el dedo en la llaga hasta morir; por no entender que el cariño hay que darlo y olvidarse de recibirlo, porque ese es el destino mío y el de Moe, aunque parezca ridículo. Porque los amigos se te van para España, para Texa,. Minessota, Princeton, y en el caso de Mara y Awilda, para quién sabe dónde. Y te quedas con tu propia mierda, con el olor entre tus piernas, preguntándote en qué momento del camino se volvió tan rancio, tan asquerosamente semejante a vómito de perro y ropa de deambulante.

Ya no hay rewind que valga. Ya tengo VIH, culebrilla, ya me dio tuberculosis y me di cuenta de que peor que esas tres está mi solo infierno solo. Once a whore always a whore. Eso es lo que te hace esta ciudad, o lo que te haces a ti mismo por sobrevivir en ella. Y eso es lo que seguiré siendo, la puta de esta ciudad, porque no pienso cambiar, ni hacer una diferencia al respecto. Mi camino está planteado hacia el látigo propio y la propia destrucción. Yo mismo así lo quise. Ya me encargaré de llevarlo a cabo.

1 comment:

elijah snow said...

nadie tiene que preocuparse. este es el fin de "El olor entre las piernas", pero por ahi vienen mas blogs. esten pendientes.