El Olor entre las piernas, cap.87
“Amor Gay”, de Arturo Pérez-Reverte
Hace ya un par de años o más, Arturo Pérez-Reverte, amigo de Mayra Santos, vino a la isla a promocionar una de sus aventuras de Alatriste. En aquel momento, yo cursaba el taller de narrativa de Mayra. Ella nos instó que fuéramos al conversatorio que tomaría lugar en la Sala A de Humanidades. Todo transcurrió normal, común y corriente, como cualquier conversatorio, hasta que a alguien se le ocurrió preguntar la pregunta que dio origen a este recorrido, que es El Olor Entre Las Piernas: Sr. Pérez-Reverte, ¿qué le aconsejaría usted a los jóvenes que quieren escribir una novela? A lo que el escritor contestó algo así como que el no cree que un joven tenga la madurez necesaria para escribir novelas, porque las novelas requieren una experiencia de vida y calidad de madurez muy por encima de la que pueda tener un joven, y parafraseo pero no miento. Me paré de mi silla y me fui. Rosalina, mi mejor amiga y autora de su primera novela inédita Los invisibles andaba conmigo, creo que ella también se paró y se fue.
Nunca más volví a pronunciar el nombre de ese escritor. No quise leer más sus libros, que tanto me habían gustado hasta ese momento, ni quise leer sus nuevos. No los quemé, pero los regalé todos. Ya no significaban lo mismo, ya nunca más podría leerlos y ver la trama, sólo vería a un escritor consagrado y profundamente ególatra crucificándome por osar meterle mano a un género que no me pertenece. Para aquel entonces, yo ya había escrito El Nudo Celta (en su versión en inglés Celticknots, para la clase de Loretta Collins, para la cual Rosalina había escrito The Invisibles, que comenzó como un cuento y se fue convirtiendo en novela), y aunque predicaba que me resbalaba lo que decía Pérez-Reverte, que lo decía y dice también Rosa Montero, y que ratifica Mayra Santos, me dolieron tanto esas palabras, que tuve que escribir mi segunda novela Oz. Lo que viene al caso es que me olvidé de esos autores, inclusive, le guardé algo de rencor a Mayra, mi mentora de aquel entonces, por prestarse para ello. Pero, como la mayoría de las cosas que pasan en la IUPI, le di pichón y lo guardé todo en la parte de atrás de mi cerebro. Hasta que recibí un e-mail de Moisés Agosto-Rosario, sobre una columna que Pérez-Reverte escribió sobre el amor gay, y que reproduciré al final de esta columna.
En ella, Pérez-Reverte describe una noche en barco por las aguas de Venecia, y cómo estos dos hombres se pasaban cariño y calor con la más sutil de las artes. Dice que estaban sentados pegaditos de los hombros. En un momento en que el barco se estremeció, estos dos hombres se intercambiaron una sonrisa rápida, como un beso. Dos tipos con suerte, dice Pérez-Reverte, y yo no dejo de pensar en que este autor que por varios años odié tanto, de repente se redimiera ante mí de manera tan honesta y tan humilde. Les invito a que lean la columna, porque es maravillosa, así como también les invito a que reflexionen sobre ella y hagan las conexiones con el nuevo Código Civil.
Personalmente, tengo varios asuntos en lo que reflexionar y los cuales resolver. Le perdono a Pérez-Reverte su sentencia de que los jóvenes no puedan escribir novelas, después de todo, yo ya la transgredí, y asimismo lo hizo Roncagliolo, Carson McCullers y muchísimos otros. Si me dan a escoger entre ser escritor y se homosexual, no sé honestamente cuál escogería, pero sé cual de los dos aspectos me vino natural y cuál aprendí. Me gusta que un tipo heterosexual con tanto cerebro defienda lo que yo soy, y le agradezco públicamente que se haya tomado la molestia de pensar, de sentarse a escribir sobre algo que es universal, porque el amor, sea gay o straight, es universal, es química, respuestas eléctricas que llegan al cerebro de la misma forma, por las mismas neuronas y nervios, y que se filtran por el conocimiento resultando en escalofríos, sudores, latidos rápidos e incesantes y ojos que se viran hacia adentro.
Otra cosa que me queda por decir es que con el nuevo Código Civil, todavía sigo sintiéndome como un ser humano incompleto. Los que lo redactaron debieron haber hecho la osadía de una vez y por todas, incluir el matrimonio gay y lésbico, no relegarlo a una mera unión de hecho. Pero bueno, por lo menos, aunque sigo incompleto porque no me puedo casar con mi “pariente”, ahora podré ser un ser humano sustancialmente menos incompleto.
A continuación la columna de Arturo Pérez-Reverte:
Amor Gay
Por Arturo Pérez Reverte
Nunca antes me había fijado en la cantidad de
parejas homosexuales que se ven paseando por
Venecia. Los encuentras caminando por los puentes, a
la orilla de los canales, cenando en los pequeños
restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de
dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente
discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado.
Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en
el caso de estas parejas siempre me encanta
sorprender sus gestos comedidos de confianza o
afecto, el reparto convencional de roles que suele
darse entre uno y otro, la ternura contenida que a
menudo sientes flotar entre ellos, en su
inmovilidad, en sus silencios.
Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del
vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al
Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los
pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de
la embarcación había una pareja, hombre y hombre,
cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos,
apoyando discretamente un hombro en el del
compañero, en un intento de darse calor. Iban
quietos y callados, mirando el agua verde-gris y el
cielo color ceniza. Y en un momento determinado,
cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la
gama de grises del paisaje se combinaron de pronto
con extraordinaria belleza, los vi cambiar una
sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una
caricia.
Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé.
Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos
allí, en aquella tarde glacial, a bordo del
vaporetto que los llevaba a través de la laguna de
esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé
cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en
ese momento por aquella sonrisa. Largas
adolescencias dando vueltas por los parques o los
cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes
se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados
en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la
calle soñando con un príncipe azul de la misma edad,
para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos
de asco y de soledad. La imposibilidad de decirle a
un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa
voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo
más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando
apetece salir, conocer, hablar,
enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un
bar, verse condenado de por vida a los locales de
ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone
empastillados, reinonas escandalosas y drag queens
de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga
mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre
de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la
sordidez del urinario público.
A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo
entero, que debe de ser un homosexual que consigue
llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a
esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar,
juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete,
en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría,
de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo
como si tal cosa,
sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la
calle a volarle los huevos a la gente que por activa
o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue
destrozando la de los chicos de catorce o quince
años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo
igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los
mismos chistes de maricones en la tele, el mismo
desprecio alrededor, la misma soledad y la misma
amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes,
a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos,
sin estridencias pero también sin complejos, seres
humanos por encima de todo. Gente que en tiempos
como éstos, cuando todo el mundo, partidos,
comunidades, grupos sociales, reivindica sus
correspondientes deudas históricas, podría
argumentar, con más derecho que muchos, la deuda
impagada de tantos años de adolescencia perdidos,
tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber
cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta
afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en
lo intelectual,
sino en lo puramente humano, se encuentra a un
nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en
todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la
pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro,
hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y
olvidarlos, me pregunté cuántos fantasmas
atormentados, cuántas infelices almas errantes
no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por
estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia,
dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.
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2 comments:
Pienso que el señor Reverte no hizo la distinción entre jóvenes con talento o sin talento, jóvenes maduros o inmaduros, jóvenes extraordinarios o comunes. Creo que se le olvidó.
También se le olvidó que Marguerite Yourcenar escribió su primera novela a los 23 años; una hermosa narración titulada "Alexis o el tratado del inútil combate" que aborda de forma profunda la búsqueda de la identidad sexual.
Pero coincido contigo Elijah. Se le perdona a Reverte el olvido anterior, por haber escrito semejante joyita de columna.
La brillantez de un buen escritor nada tiene que ver con sus burdas opiniones de mundo.
No en todo se puede ser agraciado.
¡Que viva Alatriste!
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