Monday, August 29, 2005

El olor entre las piernas Cap. 48 Espiral tres: Wanda o nuevo ensayo sobre la ceguera

El olor entre las piernas
Cap. 48
Espiral Tres: Wanda, o nuevo ensayo sobre la ceguera

El día de hoy, un 29 de agosto que bien podría ser del año 2005, dada la peculiar luz del sol y la posición de los planetas invisibles al simple ojo humano, me mantuve presa de uno de mis tan afamados ataques de migraña. Tuve la inquietud de que a lo mejor me quedaría ciego el día de hoy. Las sienes me palpitaban, y asimismo, cada ruido, cada murmullo de cada estudiante de la bárbara Bárbara lo sentía en el cerebelo y en la pituitaria; esta última la sentía segregando hormonas a cuentagotas. Tal era mi dolor.

No podía abrir los ojos, y eso es lo peor en una ciudad como San Juan, no poder ver. Por eso, aunque tal vez no debería hacerlo, siempre me he compadecido de los ciegos, porque en San Juan lo que cuenta es la vista, aunque se pueda pensar que en mejor condición están aquéllos que no padecen de ella. Tiene que ver con el hecho de que en esta ciudad es fácil perderse, entre multitudes, entre corrientes de pensamiento, entre ataques cristianos y frecuencias de reggaetón a todo fuete. La desorientación, en San Juan, es un regalo de Dios. No puedo todavía imaginarme el mundo de un ciego, y no quiero hacerlo, por razones que mencionaré a continuación.

A Wandita la conocí en el año 2000, cuando trabajaba en la Línea de Maltrato de Menores y Emergencias Sociales 9-1-1. Ella era una telecomunicadora con mucho más experiencia, que laboraba para la línea, mientras hacía su maestría en astrofísica en la UPR de Río Piedras. Yo sabía que ella era diabética, perteneciente al grupo de pacientes que pierden con mucha facilidad el control sobre la insulina en sus cuerpos, a causa de la condición. Recuerdo que todos los días que decía que se sentía EXCELENTE, aunque todos sabíamos lo jodida que estaba. Me acuerdo de todo lo que hablábamos sobre budismo, y cómo comparábamos notas (en aquel momento yo era budista zen, y ella pertenecía al budismo tibetano), mientras ella se inyectaba insulina en alguna de sus tan finitas venas. Cada tres meses la veía con una nueva receta de espejuelos, cada vez más gordos y pesados.

Hace un año y medio exacto que me la encontré y sus ojos todavía eran negros. En aquel entonces me dijo que su salud no andaba muy bien, pero enseguida corrigió sus palabras y me dijo que se sentía EXCELENTE. siempre he admirado la fuerza que recibe de Buda y sus cuatro nobles verdades, porque si hay alguien que verdaderamente ha aprendido a llevar el Nirvana en su corazón es ella. Prueba de esto es lo que sucedió hoy.

De camino a la universidad, alcancé a ver a una mujer extrañamente conocida, caminando con un bastón de ciegos, rojo y blanco. La reconocí por su rostro, pero no por sus ojos, pues los tenía muy poco abiertos, más en lo poco que se veía de ellos todo era blanco. Fue una impresión demasiado fuerte para mí, y por un momento me vi en la tentación de dejarla ir sin saludarla. Pero Buda, siempre en su noble misericordia me dio las fuerzas necesarias para decirle: Wandita, ¿cómo estás? Es David, de Emergencias sociales, ¿te acuerdas de mí? Enseguida me dio un abrazo y me saludó cariñosamente, para compensar por mi torpeza ante semejante momento. Hace falta ser tán estúpido como yo para haberle hecho semejante pregunta como ese tonito que tanto desprecio de pueblerino alarmista. Pero Wandita lo entendió. Claro que sí.

Me despedí de ella como nos despedimos los budistas, haciendo reverencia (bowing down), consciente de que no me podía ver, aunque estoy seguro de que supo que hice el gesto, porque sonrió como sólo ella ha sabido siempre hacerlo: con una de esas sonrisas guturales infantiles, que por ser guturales e infantiles son genuinas, una de esas sonrisas que no se aprenden jamás, porque hay que nacer con ellas. De hecho, mientras escribo esta columna, me prometo a mí mismo que nunca olvidaré esa sonrisa. Más me vale, porque yo no tengo una de esas, mucho menos ahora, después de ver a Wandita, con los ojos finalmente blancos.

1 comment:

Yolanda Arroyo Pizarro said...

Ay Dios, David. Me haces estremecer con tus vivencias, cielo.