El olor entre las piernas
Cap.
Narcolepsia: Ambiens o la falta de
Hoy promete ser una noche de esas, en las que el abanico de pedestal sostiene interminables conversaciones conmigo y mi almohada, uno de esos nocturnos en los que extraño muchísimo los atentados de Marilyn Manson de dejar a la gente en estado shock. Hoy es una de esas noches sin fin en las que los carros de Santa Rita confabulan para formar un gran coro alarmado. Esta es una de esas tantas noches al año de las que Shakespeare hablaba en su “Sueño de una noche de verano”, porque es mayo y estamos en verano, porque hace calor no importa cuánto llueva, porque tengo fiebre sin importar las cuatro veces que me he bañado ya en las últimas dos horas, duchazos de agua fría de la cisterna de la Resi. Hoy es una de esas noches narcolépticas de las cuales no puedo escapar, porque no me queda nada de la receta de Ambien.
Leer no haría mucho cambio. Se me antoja esta noche, una perfecta para mirar el cielo crema de mi habitación, donde no importa cuán azules sean las paredes, o cuán amarillas, todo parece beige. Mis libros me miran riéndose de mí, asimismo mi libreta de dibujo, mi copia de Cómo dibujar comics de Kung Fu de Man Wei Cheung, traducido del chino mandarín al inglés al español, un español muy malo, dicho sea de paso, en fin, hasta los CD’s de música sacrílega de ríen de mí, inclusive los de Marilyn Manson que Juancarlos me quemó. Es que Marilyn ya no mece mi cuna para ayudarme a dormir, aun cuando recuerdo que así solía ser no hace mucho tiempo atrás. Pero con los carros de Santa Rita en coro y las pesadillas del VIH a la esquina del cuarto, de repente me dan ganas de orinar y me veo de frente a una decisión: ¿Debo ir al baño? ¿O mear en el lavamanos de mi cuarto? ¿O debo sacármelo por la ventana y echarle un aventón amarillo al residente que menos se lo espere? Hum... Decisiones...
Hoy comencé a “tabular” las entrevistas que irán en mi libro El paraíso desplomado. Hasta ahora he entrevistado a la loca de Awilda, quien no ha parado de hablar de su gata Frida, a Bárbara Forestier, mi jefa editora y escritora Marielba Cancel, Angelito Lozada, con quien he descubierto en las últimas semanas más terrenos en común de los que esperaba, a Juancarlos López, que se ha convertido en mi mejor amigo, mi paño de lágrimas y a quien primero le dije que soy VIH+, y a Edwin Sánchez Figueroa, a quien por alguna razón tonta y estúpida, lo persigue la muerte (broma interna entre dos). No puedo esperar a entrevistar a uno de mis escritores favoritos, Rafael Acevedo, así como a Noelito Luna, por quien debo confesar que he profesado amores platónicos recurrentes una que otra vez. Este último me pone la piel de gallina, no sé por qué. Debe ser que siempre he considerado que su poesía es inspirada por un dios tirano muy mecánico, frío y calculador. Esto, por supuesto, es un halago, según mis intenciones. Las sirenas de la calle, los guardias lucidos y el coro de alarmas angelicales de los carros de Santa Rita componen la poesía de Noelito, que no es otra cosa que poesía concebida muy calculadamente, cada palabra siendo una pieza dentro de un reloj perfecto cuya cuerda no cederá nunca. Su poesía tiene la delicadeza y el ingenio frío de los elfos de Tolkien, no tengo otra forma más de describir su trabajo. Y eso me aterra, porque no sé cómo abordarlo. ¿Cómo hacerlo, si su cara se aparece en mis pesadillas burlándose de lo poco poeta que soy? Asimismo la de Juancarlos, riéndose de lo poco cuentista que soy. Por supuesto ninguno de ellos me ha hecho semejante burrada, pero mi pituitaria me juega bromas crueles, masturbando mi paranoia. Hace una semana leí un cuento que Juancarlos terminó, y que no se lo había dado a nadie más antes de mí. Eso me halaga. Fui el primer lector en estrenarlo. Fue un cuento que me dolió, porque en parte, no sé cómo diablos a mí no se me ocurrió escribir sobre eso. Debe ser que estoy perdiendo mi filo de juego. Y esta noche, todos los rostros se aparecen para no dejarme dormir. Son unos cabrones, siempre saben cuándo hacerlo. Cuando el coro de alarmas de Santa Rita confabula con la receta de Ambiens, que se me acaba de terminar. Podría comenzar a hablar sobre la Ley de Murphy. Pero no pienso torturarme más. Debo dormir. Tengo que. Sino mañana será un infierno entre las pastillas para bajar de peso, las batidas de proteína, las vitaminas para el VIH, y el sueño milenario de noches sin dormir desde que el mundo es mundo y Caín mató a Abel. Sí, creo que el insomnio comenzó con ellos.
Se me antoja ponerle un nombre a mi almohada, bautizarla de alguna forma para que me acompañe a la casa del Sandman. Tal vez debo ponerle Marilyn, pero ni Manson, ni Monroe. Marilyn Ambien. Suena bien.
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