El olor entre las piernas
Cap. 11
Las fiebres del VIH
Pasé ayer por Cayey y lo vi. Solitario en su época, sin ninguna otra forma de identificarlo, salvo cuando está en flor, un árbol de Pete, por falta de un mejor nombre con matices de verdad botánica, sin hoja alguna, vestido de flores anaranjadas, como las llamas que habían estado consumiendo a Coamo hasta la semana pasado, cuando comenzó a llover sobre Macondo, y promete no parar. Esta solitario, mi árbol de Pete, porque parecía que de todos los camaradas de su especie, él era el único que iba a florecer este año, gracias a la fastidiosa sequía. Incandescente como la fiebre que tenía al momento de verlo, allí estaba él, recordándome que el fuego lo tenía yo, dentro de la dermis, las llamas del VIH, trayéndome un mensaje celeste de fuego y azufre, para acordarme que el peligro sigue inminente, que en cualquier momento me puede pasar lo que le sucedió a Reynaldo, que la carne es débil, especialmente cuando viene la peste, y los otros cuatro caballeros de Dios que cabalgan hacia el Apocalipsis. Deliro, es cierto. También es cierto que cuando deliro me transporto a las imágenes de mi niñez. Debe ser que ante la muerte inminente, o la sombra de lo que puede ser una muerte inminente, el niño dentro de nosotros se acuesta a dormir en posición fetal.
Todavía me pregunto si ese es el único árbol de Pete que florecerá este año. Y es que los espero siempre, como los últimos que se vestirán marcando el final del verano en Puerto Rico. Porque son los árboles los únicos que realmente marcan los cambios de temporada en esta isla olvidada por el temple del mundo, mas no por el permafrost social. Siempre los espero a lo último, después de los robles rosados (que están en todos su esplendor al momento de escribir esta columna, hoy, domingo, 1 de mayo de 2005), los cuales florecen justo cuando las flores amarillas de los robles dorados comienzan a decaer, los cuales, a su vez, florecen al mismo tiempo que los de ylang-ylang, los cuales florecen mucho tiempo después que los flamboyanes azules, que florecen antes que los flamboyanes rojos y amarillos, los cuales florecen tan sólo un poco antes de que las hojas de los yagrumos se volteen al revés. Ayer fui al patio trasero de mi casa. las petreas comienzan a dibujar sus flores azules. Me imagino que los guayacanes, mucho más al sur, deben estar en todo su apogeo, con flores que de cerca son azules, y de lejos parecen blancas. Delirante. Tan delirante como los árboles de mariposa de Ponce, que no entiendo por qué están tan cargados de flores, porque nunca los había visto florecer con tanta furia. Debe ser que se dan cuenta de que el fin llega, de las huelgas, de los encontronazos dentro del partido azul, de la crisis económica del país, de las amenazas de sequía, de las osamentas humanas encontradas entre la basura de San Juan, los perros realengos y los deambulantes, que son también perros realengos, se dan cuenta, se lo huelen en el aire, que Puerto Rico cada día va para atrás, y que las fiebres nos van a consumir a todos. Se dan cuenta, y algunos florecen con ganas de joder, para irse a pique en un blaze o’glory, mientas otros se deprimen y deciden mandar al carajo a los pocos que esperamos su única y tan rápida florecida anual. Porque las flores de los árboles de Pete duran sólo una semana. Una mísera semana. Sólo puedo verlos dos veces, dos fines de semana al año, dentro de las veces que bajo de San Juan a Coamo. Y no miento cuando sigo que aparte del verdor, las montañas y la niebla, lo mejor que tiene es Cayey son los árboles de Pete, nombre que les he dado, porque ningún horticultor sabe decirme cómo se llaman en realidad. Pero, ¿qué importa? Nombres comunes se los damos todos, en distintas partes del globo. El único que prevalece es el estéril científico de nomenclatura binomial.
A veces me pregunto por qué nadie le ha puesto otro nombre al virus del VIH. Yo lo llamaría “la peste del fuego”, porque al momento de escribir esta columna, deliro en mis propias llamas, y no acabo de consumirme.
Monday, May 02, 2005
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