El olor entre las piernas
Capítulo cuatro
Reynaldo
(1983-2005)
Este capítulo no sé ni cómo comenzarlo. Sucede que hoy 4 de abril de 2005 fui a la clínica para pacientes de VIH y me dieron una noticia que en segundos me hizo perder todo interés por la vida: mi amigo VIH+ Reynaldo había muerto.
Reynaldo era un muchacho de 22 años de edad, perinatal, eso es, que nació con el VIH, contrayéndolo de su madre, una prostituta cubana de excelentes facciones, de muy buenos ánimos y sentimientos, y excelente sentido del humor (según me contó mi amigo una vez) que murió cuando este era todavía muy joven, dejándolo completamente huérfano, quedando su custodia en manos del Departamento de la Familia. Si este comienzo de su historia le parece a usted, lector, la tela de una muy mala ficción, sepa que ahí no termina la cosa. Reynaldo vivió toda su vida tomando medicamentos para el VIH, admitiendo su condición al que fuera, porque después de todo, contrario a todos nosotros, los que contrajimos el virus en la calle, él no tenía mancha social alguna. Todo ocurrió un tonto fin de semana. Rey se fue para Vieques a pasarla cool, y olvidó sus medicamentos en el hospedaje, tal vez por primera y última vez en su vida, porque recuerdo lo celoso y fiel que él era a la hora de tomarse los cocteles, como que llevaba toda su vida desde los cuatro años de edad haciéndolo. Me imagino que sintió un poco desnudo en Vieques, cuando se dio cuenta de que no los tenía consigo. Me imagino que él mismo vio su propia costura. En ese momento de la verdad, yo estoy seguro de que Reynaldo supo de qué él estaba hecho. Cayó sobre su propio talón sin necesidad de llamarse Aquiles, pues en Vieques contrajo un catarrito pendejo que a los dos días se le convirtió en una pneumonía que lo liquidó en tres días más. Poom. Rápido. Me divierte y alegra pensar que es un 98% probable (no me pregunten de dónde me saco los numeritos, sólo me llegan así, Poom, a la mente) que no haya sufrido al momento de morir. Lo que sé, de hecho, fue que murió solo, como un cachorro tierno y herido, que cuando sabe que va a morir, se mete debajo de un carro o de una casa, para estar solo en su momento de ida. Esta imagen me destroza el cuero completamente. Escribo estas palabras y corriéndome el riesgo de que me tilden de cursi (en ESTE momento no me importa, puñeta) mis lágrimas bajan como ácido de batería. Tengo taquicardia porque he llorado todo el día y no he podido parar. ¿Cómo se brega con este tipo de dolor? Cada persona que te encuentras en la calle te mira y tiene su rostro, cada voz se parece a la de tu pana, la joya de amigo que acabas de perder, entonces, ¿cómo diablos te repones de esto? No quiero para nada que este capítulo se convierta en una Paula de Isabel Allende. Porque ni escribiendo se me va el dolor. Y su nombre importa sólo para dejar claro que Reynaldo era un ser humano digno, que no se merecía ese revés de la vida. Por lo demás su nombre no importa, porque probablemente ninguno de ustedes lo conoció y si lo ven ahora por la calle, húyanle. Pero yo sí lo conocí. Y hasta el día en que sea a mí a quien le dé la pneumonía, Reynaldo vivirá porque todavía no me he olvidado de su cara. Su nombre importa sólo para los que lo conocimos y le dimos este alfiler que ahora punza nuestros corazones en taquicardia.
Monday, April 25, 2005
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