Wednesday, July 27, 2005

el olor entre las piernas, cap. 39: Paños mojados

El olor entre las piernas, cap. 39 Paños mojados

No hay nada más apropiado para estos calores que un buen cuento erótico. Pero primero debo comenzar por decir que los calores son inmisericordes, que lo horrible de los mismos, es no sólo el hecho de que te obliguen a vaciar un valde de agua en tu cama, las sábanas y la amohada, sino que el aire mismo parece estancado, no se mueve una sola hoja, haciendo que los abanicos de pedestal no funcionen. Esto lo descubrí anoche, mientras me levantaba por segunda vez en la noche a bañarme con agua fría. Estaba en mis calzoncillos blancos, mis old reliables, y así mismo me metí a bañar para aprovechar el "frío" del abanico sobre la tela húmeda, que seguramente me haría amanecer con síntomas de monga y escalofríos.

De todas formas no pude dormir, habrá sido algún castigo penitente de paños mojados, como las estatuas femeninas griegas, las kariátides y el resto del reguerete de diosas que plagan los panteones griegos como las iglesias pentecostales a este país. Me levanté, me ajusté la punzante erección bajo un par de calzoncillos secos, me puse un traje de baño estilo trunks, azul marino y blanco, y una camisilla blanca. Agarré las llaves y los espejuelos, y salí de aquel horrible apartamento en la calle Borinqueña de Santa Rita. Había recordado que los techos altísimos de las casas viejas no permiten que el aire circule. Había estado ensayando un nuevo hechizo para hacer caer la lluvia. Llevaba desde el lunes musitándolo durante las horas muertes Rama Secu Sura, Rama Secu Sura, y aún lo tarareaba de camino a Burger King, esperando que todavía estuviera abierto para coger algo de aire acondicionado. A mi llegada a la calle Amalia Marín, frente a la galería, en un apartamento que quedaba metido en la marquesina de una casa de las nuevas, un hombre con el pecho desnudo y pantalones crema llenos de pintura que deduje sería acrílica, pues pegada a la pared yacía sólida, una pintura que el hombre componía poco a poco: un gato persa abrazando otro gato menor que parecía fantasma, sobre un cojín rojo de felpa. El hombre parecía muy inspirado, más al verme observando desde la calle, se adentró en el apartamento y puso algo de música. El hombre era de piel trigueña, y mis sospechas sobre su procedencia dominicana se vieron confirmadas cuando puso bachata.

Me retiré un poco más hacia la calle, me senté en una esquina y noté que las hojas no se movían para nada. Rama Secu Sura...

El hombre salió del apartamento con su celular en mano. Hablaba con genuino acento del Cibao. Fue cuando salió que noté que el botón de su pantalón estaba suelto y que la mitad de la cremallera estaba abajo. Puro coqueteo, pensé, aunque de repente me asaltó la idea de que este hombre estaba terminando una pintura para simplemente acostarse a dormir. Estaba solo, y de repente, quise ir donde él y preguntarle algo, cualquier cosa, dónde estudió pintura, qué estilos le gustaban más, cualquier cosa para montar conversación. Sabía que al momento en que se diera conversación alguna, el tipo caería en mis redes. Pero no me atreví.

De momento, el hombre dejó de prestarme atención, volvió a su apartamento y a su pintura. Se quitó los pantalones, revelando un generoso y grandioso culo envuelto en calzoncillos negros. El hombre siguió pintando el cuadro del gato persa y el gato fantasma. Yo lo seguí con la mirada, no podía apartar mis ojos de lo que estaba viendo. La noche parecía haberse apaciguado por completo para permitirme ese segundo, ese momento tan prístino, y tan amenazantemente fugaz.

El hombre se volteó y me miró. Con un gesto muy natural, con la mano que no sostenía el pincel, se agarró el elástico de los calzoncillos y se los bajó, quedándose completamente desnudo, con una erección entre las piernas, y un pincel en su mano derecha. A continuación se volteó hacia la pintura, pero soltó el pincel. Con ambas manos se abrió las nalgas, revelándome, a mí solamente, el culo más precioso que había visto en toda mi vida. Una brisa casi quieta, sacudió de golpe la calle Amalia Marín. Cuando el viento mínimo se detuvo, me di cuenta de que el hombre había apagado la luz de su apartamento, pero había dejado la puerta y el portón abiertos.

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